LA HABANA, Cuba, agosto, 173.203.82.38 -Si alguna moraleja puedo transmitirles a los que todavía sueñan con hacer una revolución futura, como solución radical a sus problemas nacionales, es que revolución es destruir –aunque diga lo contrario el letrero que está en la cima del Ministerio de la Construcción. Siempre ha sido así, desde la Revolución Francesa. Una revolución no se planifica, estalla; y generalmente está más concentrada en destruir las formas del status quo precedente, derribando y profanando sus símbolos principales, que en labrar los campos de la utopía.
El objetivo último de cualquier revolución es expandir las libertades, darles cuerpo y plenitud de alma. Sin embargo –por esas paradojas de la historia– las revoluciones suelen estar más asociadas a los períodos de terror e incertidumbre ciudadana, donde el miedo coexiste con la ensoñación política. El punto culminante de cualquier revolución es la primera gran victoria. Luego vienen las represalias, las divisiones, las persecuciones, el endiosamiento, las purgas, la nueva hegemonía. Cuba no ha sido la excepción.
La Revolución Cubana tuvo su apoteosis durante la primera semana de 1959. Después del arribo de Fidel Castro a La Habana, comenzó a petrificarse la Revolución, y a fracturarse la sociedad: el poder se fue concentrando en nuevas manos, y fue condensándose, como un agujero negro, que se lo tragaba todo. La espontaneidad de la vida civil fue retrocediendo, paso a paso, ante la injerencia y la planificación del gobierno.
La Revolución Cubana, la verdadera, tuvo tres momentos de ruptura esencial, o desintegración de su espíritu libertario: cuando la “ofensiva revolucionaria” de 1968, que condenó a todo el pueblo a depender del Estado; cuando el primer congreso del Partido Comunista de Cuba, y su posterior Constitución de 1976, por la cual se inmovilizaron todas las estructuras políticas de la sociedad; y cuando se abandonó el socialismo en Europa del Este, tras lo cual se debilitó el ideal paradisíaco, y nació la praxis de la supervivencia. En este caso, la “traición” fue no haber declarado el fin de la Revolución mesiánica, sino continuar enarbolando un proyecto a sabiendas fracasado.
Sin embargo, el único argumento que aceptaría como evidencia de que la Revolución no ha terminado aún, es que la destrucción no ha cesado. El día que vea renacer a este país de sus cenizas –o mejor dicho, de sus ruinas– sabré que la Revolución terminó.
El pasado viernes 20 de julio se proyectó en el espacio “Cine a toda costa”, organizado por el proyecto Estado de SATS, el documental “Habana: el nuevo arte de hacer ruinas”, realizado por unos cineastas alemanes en el año 2005. Junto a los testimonios de personas que habitaban en construcciones ruinosas de la capital, aparece una entrevista en tono reflexivo al poeta Antonio José Ponte, quien teoriza sobre la decadencia de la ciudad y sus habitantes.
De su charla, resumo dos ideas muy interesantes. Como la ciudad es el espejo del alma de sus moradores, ella los describe, pero también los afecta. Una ciudad ruinosa está habitada por almas ruinosas. Y lo peor, es que el arruinamiento (económico, moral y psicológico) se acepta como un proceso indetenible. Decía el escritor, que actualmente reside en España, que al quitarles a los cubanos el derecho de cambiar su propia casa, su espacio vital, se anulaba indirectamente la creencia de poder cambiar el sistema político. Es evidente: si nadie puede cambiar el espacio físico, pequeño y cercano de su vivienda, ¿cómo puede intentar cambiar el mundo, ancho y ajeno, o remodelar una estructura social y política?
Creo que el Ministerio de la Construcción, cuyo nombre es un eufemismo, debería volver a llamarse Ministerio de Obras Públicas, pues salvo algunos hoteles, policlínicos, y edificios de “bajo costo” –que es la construcción más desarrollada que ha existido en Cuba, después del bohío– apenas se nota su actividad de producción urbana. Y las nuevas viviendas suelen compensar sólo una parte de las que destruyen los huracanes. El papel de imaginar y diseñar la ciudad debe serle restituido a los arquitectos, y debe permitirse la iniciativa de empresas inmobiliarias que respondan más a los intereses de la comunidad.
Se acerca el Censo de Población y Viviendas del año 2012, y me dispongo a dudar –o para ser más sincero, a descreer– de cualquier estadística que informe sobre supuestas mejorías en los índices de desarrollo constructivo del país, pues todo el mundo sabe, al menos en La Habana, que la ciudad se está cayendo a pedazos, día por día, con un mutismo casi absoluto por parte de los medios de información oficiales. Una década después del último censo nacional, la debacle se ha acrecentado. Mientras tanto, seguimos esperando… que un milagro pase.