LA HABANA, Cuba, mayo, 173.203.82.38 -En estos días posteriores al desfile popular por el primero de mayo, la gente de La Habana podría ser agrupada en tres bloques: a) los que asistieron al desfile, llevados por diversas coyundas, que son muchos; b) los que no asistieron por convicción política, que quizá sean menos; c) los que continúan hablando pestes y burlándose del régimen, no obstante haber asistido al desfile, que son multitud.
El espectáculo se repite, siempre igual, desde hace décadas, hasta el aburrimiento. Es otra de las tragicómicas incongruencias que tipifican nuestro proceder.
¿Qué podría pasar si un día le diéramos la sorpresa a los caciques, dejándolos plantados sobre la tribuna, en espera inútil de la sumisa muchedumbre con sus banderitas?.
La pregunta es idiota. No lo sería si los idiotas no fuéramos nosotros, que no contemplamos ni muy remotamente la posibilidad de que algo así pueda ocurrir.
De cualquier modo, tampoco es necesario que ocurra. Potencialmente, no íbamos a ser los primeros que hoy nos concentramos para batir banderitas a los pies del tirano, y mañana en la mañana amanecemos amotinados para derrocarlo.
Algo debió pasar en algún punto de nuestra historia para que la rutina del día a día, por calamitosa y mediocre que sea, pese más en la balanza que el deseo de ser libres. O sabe Dios si tal vez así somos todos los seres humanos y solamente han sido nuestras particulares circunstancias las que nos dejan tan mal parados.
Es como en aquella vieja fábula. Está el sediento frente al puente roto y con el abismo ante sí. A su espalda, el desierto. Al otro lado del abismo está el bosque con agua y víveres. Pero el sediento no se determina a saltar, no por miedo, como podría parecer, sino por algo peor: la duda ante lo desconocido, la presunción fatal de que es preferible morir lentamente, apegado a la vieja rutina, antes que el riesgo de perecer en segundos, saltando en busca de lo nuevo.
Vista larga la de nuestros abuelos, que desde los lejanos años sesenta nos advirtieron que esto no había quien lo arreglara pero tampoco quien lo tumbase.
Nuestra suerte (agria pero nuestra suerte) es que al fin se están tumbando ellos solos.
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