LA HABANA, Cuba.- El caballo de Ata duerme en la sala. Ayer fui a verlo a su casa por la mañana buscando unos datos y luego de abrir la puerta salió jalando por las bridas al animal. Lo amarró en el portal para ensillarlo al carretón y comenzar la búsqueda del sustento del día.
“Duerme conmigo en la casa, para evitar que me lo madruguen. En Cuba hay mucha necesidad, ¡y mira lo gordo que lo tengo! Una tentación, ¿verdad?”, dijo Ata.
Su hermana Mariela se casó con un extranjero y vive en Italia. Tienen un hijo de cinco años y hace poco vinieron de visita a Cuba, quince días. Le compraron al pequeño, en la tienda Palco y “para que no se aburriera”, un auto de juguete grandísimo que podía conducir y acelerar.
De sacarlo a pasear por el pueblo, sentado en el auto, manejando, el pequeño se convirtió en la envidia colectiva. “Mi sobrino nació en cuna de oro y le mostró a los niños de Jaimanitas que ya estaba predestinado a una vida diferente a la de ellos. De pequeño ya tenía auto, y los otros tal vez envejecerían sin tener algún día uno”.
Junto a Ata y su caballo vive Chiquitico, un anciano de ochenta y cinco años que vive solo y ha perdido la visión. Sentado en el portal en su sillón, con una muleta para ayudarse a andar, dice que ya no puede subsistir más de revender el ron de la bodega, su antiguo “oficio”. Ahora vive de lo que le da una vecina. “Es mejor vivir así y no ver lo que está pasando, para no sufrir. Aunque de todas formas uno lo siente, y mucho”.
Cerca de casa de Chiquitico recaló hace poco una paca en la orilla del mar. Contenía fajos de dólares americanos y el individuo que la halló corrió a entregarla a la policía. Dicen que había trescientos mil dólares, y mientras investigaron en el sitio del hallazgo, al individuo “receptor” lo detuvieron, interrogaron, amenazaron, confinaron dos días en solitario en una celda tapiada intentado quebrarlo y al final lo soltaron, traumatizado, hecho trizas. “Sólo por informar, no sabía nada más”, cuenta mientras le pide un cigarro a un transeúnte que pasa.
Luisón vino ayer de pase de una prisión de Matanzas. Está tan flaco que creí era el hijo. “Tuve que portarme bien tres años y trabajar como un mulo para ganarme este pase y ver a mi chama, porque me estaba muriendo por las ganas de verla. Me voy mañana. Voy a seguir trabajando duro para ganarme otro pase, tengo que atenderla. Su madre la ha abandonado y se quedó sola”.
Le pregunto a Luisón su definición de cómo está la prisión en Cuba y Luisón, que es un ferviente lector de los clásicos, sonríe y me dice: “¡El infierno de Dante!”.
En Jaimanitas no hay otro buzo mejor que Luisón, solo Rascacio, que vive a la orilla de la ensenada. Con la tabla y el saco al hombro, donde guarda sus utensilios de pesca, me cuenta que lleva cien días sin hallar nada en el agua.
Rascacio pertenece al gremio de las decenas de jaimanitenses que con careta, snorkel, patas de ranas y una paleta de madera para abanicar el fondo y sacar lo sólido con la revoltura, se dedican a buscar en la arena prendas de oro y plata y dinero que pierden por descuido los bañistas.
“Ahora con los frentes fríos y la marejada, es el momento propicio para buscar. Un frente frío mueve el fondo como diez mil buzos juntos. Cien días son muchos días. Percibo que una cadena de cuarenta gramos anda por el fondo, dando tumbos, y voy a encontrarla”.
Rascacio saca cuenta y llega a la conclusión que cuarenta gramos de oro es una inmensidad de dinero hoy. Recuerda una vez que sacó una cadena de oro dieciocho con una medalla de la Santa Bárbara, que dio en la pesa ochenta gramos y tuvo que cambiarla en “La casas del oro” por una bagatela.
“¡Si la encuentro ahora me hago rico! ¡Tiro la placa y construyo arriba!”, se calza las patas de rana y entra al agua esperanzado.
En la bodega no hay clientes. Sólo el bodeguero, el administrador y los productos. Hablan del equipo Barcelona de fútbol, de lo caro que están la carne de puerco y la malanga, y del cambio de moneda. “Se huele en el aire”, dice el administrador mientras cuenta el dinero de la caja.
Entonces llega Ata con su carretón y, ayudado por el bodeguero bajan cinco sacos de arroz, los entran sobre los hombros al almacén. El caballo aprovecha el descanso para comer unas espinosas matas silvestres que crecen junto al pavimento. Observa los sacos que ha tirado en el carretón y a los hombres, mientras mastica despacio las espinas con resignación, tal vez agradeciendo que su dueño lo entre a dormir a la sala todas las noches. No quiere que su fin sea morir acuchillado por un bandido y luego ser vuelto bistec.