LA HABANA, Cuba – Mi amiga Valeria se pasó todo el mes de agosto pensando adónde llevar a su hija de siete años. Como estaban en vacaciones, se sentía en la obligación de sacarla a pasear, pero tanto ella como la niña están ya cansadas de ir a los mismos lugares: el Acuario, con sus cuatro peces y la actuación de los lobos marinos, muy bonita pero que ya las aburre de tanto haberla visto; o el jardín Zoológico de Avenida 26, con sus pocos animales enjaulados, que también conocen de memoria pues visitan mucho ese lugar durante el año.
Ésas son las verdaderas opciones, pues para ir al Parque Lenin, el Zoológico Nacional (que a diferencia del que queda en la ciudad, tiene los animales sueltos) o el Jardín Botánico, todos en las afueras de La Habana, hay que depender de un ómnibus especial para la ida y la vuelta. En esa opción prefieren ni pensar.
A la playa sí han podido ir, pues una guagua que fleta una comunidad cristiana las lleva y las trae hasta la esquina de la casa. La desventaja es que –como es lógico– hay que ajustarse a su horario, lo que a veces resulta desesperante, pues con tanto sol muchas veces tienen ganas de volver y no pueden hacerlo hasta que se cumpla el horario del regreso.
Hasta el momento, el teatro Guiñol es lo más económico. Cuesta cinco pesos cubanos (unos 25 centavos de dólar) la entrada de los mayores y tres pesos la de los niños. También tiene de bueno que funciona el aire acondicionado. Al salir, a pocos pasos venden una pizza infernal al mismo precio de cinco pesos. Y como la niña la encuentra buena, queda satisfecha.
Escogiendo uno de estos lugares para cerrar las vacaciones y dejar en la niña la ilusión de haber paseado “a todos lados”, Valeria se decidió finalmente por el Zoológico. En parte por tener tanta vegetación –y, por ende, bastante sombra–; también por ser un lugar bastante económico.
Al llegar allí, uno de los últimos días de agosto, lo primero que notó fue un aumento en el precio de la entrada. Pensó que tal vez se había confundido con el precio de otros lugares y pasaron directamente a la cola del trencito. Para montar este aparato –que tiene más de cincuenta años de explotación, pero todavía trabaja para satisfacción de grandes y chicos–, ha habido casi siempre una extensa fila de personas; pero Valeria se asombró de que esta vez no hubiese cola, y al mirar la ventanilla de venta de los tickets, vio el anuncio: el precio, en lugar de un peso por persona, era ahora de cinco pesos para los mayores y tres para los niños. El costo total, para ella y su hija, se había cuadruplicado.
Aprovechando que el tren demoraba, fueron a montar los ponis que hacen el recorrido más pequeño del mundo, poco más de 20 metros. Pero a la vez son baratos, inicialmente dos pesos, y desde hace un tiempo, tres. Pero ese día estaban cobrando cinco por la minúscula vuelta.
En el parque de diversiones, la actuación de los payasos, que han visto durante años sin pagar, costaba ahora cinco y tres pesos para grandes y chicos, respectivamente. Había aparecido un particular que cobraba diez pesos por permitirle a los niños saltar en un aparato inflable durante diez minutos.
En la cafetería, mostrando el ticket comprado en la entrada, daban la oportunidad de adquirir racionadamente unas golosinas por valor de 23 pesos; además, había otras ofertas de refrescos y helados a diez pesos.
Así, gastando más de veinte pesos por aquí, diez por allá y ocho por otro lado, Valeria gastó los cien pesos que había llevado. Casi un tercio de su salario mensual. Dejó sólo uno para el ómnibus de regreso, y conviene aclarar que el gasto no fue mayor porque no compró ningún juguete ni pagó un verdadero almuerzo.
Decidió que al Zoológico no van a ir más. A partir de ahora solo podrán ir al Teatro Guiñol, mientras no le suban el precio. Si eso pasara, ya verá qué hace.