LA HABANA, Cuba, junio, 173.203.82.38 -Están por estudiarse los efectos nocivos que han ocasionado en la conducta del pueblo cubano la fealdad y la perenne insalubridad de su entorno, convertidas en parte del paisaje corriente, sobre todo a lo largo de las últimas décadas.
A las autoridades científicas y culturales de la Isla, que organizan eventos internacionales hasta para discutir cómo se empina el papalote, no les vendría mal extender una convocatoria a los psicólogos, sociólogos, antropólogos o los especialistas en derecho, entre otros estudiosos de las ciencias sociales (incluso a los expertos en criminología y en lingüística), para que debatan en torno a las consecuencias que en la formación de los niños pueden ocasionar las aulas sucias, con las paredes descascaradas y los pupitres cojos, o con murales del peor gusto, alusivos a la muerte para el enemigo y otras violencias, con los servicios sanitarios pestilentes y sin agua corriente, o con las maestras y maestros vestidos de la forma más vulgar y echando flores por sus bocas incultas.
No hablemos ya de los barrios marginales y del casi medio centenar de villas miserias que adornan La Habana. En cualquier barrio que no sean aquellos pocos donde residen las claques del poder político y del dinero (que son una las dos), aun en los de cierta categoría histórica, como El Vedado o Playa o Santos Suárez, pululan los basureros desbordados, las tuberías podridas y las calles y aceras punto menos que intransitables, las casas y los establecimientos estatales que conforman una especie de Frankenstein urbanístico, con todo tipo de añadidos (rejas, paredes divisorias, puertas, ventanas…) construidos sin ley ni orden y sin que recibieran una mano de pintura en decenios.
El superpoblado barrio habanero de Alamar, conquista neta de la revolución, representa por sí solo un compendio de todo lo que han desaconsejado los sesudos expertos en planificación física y los defensores del medio ambiente, a lo largo de los siglos, desde el remoto filósofo chino Lao-Tsé, hasta el antropólogo Edward T. Hall, introductor de la expresión “proxémica” para categorizar el empleo y la percepción que los seres humanos tenemos del espacio físico, a partir de la relación con las personas y con las cosas que nos rodean.
En Alamar aparece ilustrado meticulosamente aquello que los estudiosos llaman el “efecto lata de sardinas”, reconocido en todos los manuales de arquitectura y en todos los enfoques medioambientalistas como provocador de experiencias traumáticas, dañinas, estresantes y generadoras de altos niveles de agresividad.
No estaría mal entonces que los exquisitos directivos y burócratas del Instituto de Planificación Física se bajaran aunque sea por un día de sus cacharros de cuatro ruedas y caminaran por las calles. Para que no se ensucien los zapatos, no necesitarían adentrarse en ese escusado de miseria e infecciones al que llamamos eufemísticamente “La Habana profunda”. Basta que caminen por cualquier parte que no sea Kholy o Siboney o Atabey. Ello tal vez les ayudaría a calmarse del ataque de nervios que les ha provocado la mala imagen urbana que los trabajadores por cuenta propia, según ellos, les están dando hoy a la ciudad.
Tratar que el detalle oculte el conjunto fue siempre una táctica aplicada por el régimen. Y por más pueril que parezca, no podría decirse que no les haya reportado buenos dividendos. Pero a la altura de las circunstancias, esa práctica, como casi todas las suyas, no consigue más que volverse contra ellos mismos.
Es el caso de la grotesca ridiculez en la que ahora incurren las autoridades del Instituto de Planificación Física, junto a la recua de inspectores que les hacen la pala, al desalojar a los cuentapropistas de los portales de la calle Carlos Tercero y de otros muchos sitios, porque afean la ciudad, agrediendo el orden y el buen gusto.
Podrían afearla si La Habana no estuviese ya más que fea, debido al caos económico, el abandono, la indolencia y la falta de responsabilidad administrativa, unidos al despelote urbanístico de la ciudadanía, actuando a la buena de Dios.
La verdad es que sólo en un caso como el nuestro, de carencias totales y de extrema crisis en las fuentes de empleo, podría asumirse con optimismo el espectáculo de cientos de merolicos apilados unos encima de los otros, con sus tiendas que parecen carpas de gitanos y con la atmósfera tercermundista que se respira dentro del laberinto de sus tarimas. Pero, paradójicamente, lejos de lucir mal ante nuestros ojos, el espectáculo nos ha traído un toque de novedad, una engañosa sensación de cambio, y al final, termina pareciéndonos mucho más agradable que repulsivo, justo por su contraste con la grisura y la ruda fealdad que a lo largo de mucho, demasiado tiempo, los habaneros hemos tenido enquistadas en las paredes, en las calles y en el aire, como la radiación nuclear.
Aun cuando uno estuviera dispuesto a reconocer que el régimen (por primera vez en medio siglo) se muestra realmente preocupado por las fealdades de La Habana, llama la atención que haya decidido iniciar sus planes de embellecimiento emprendiéndola contra los cuentapropistas, cuyas licencias para vender donde venden fueron concedidas ayer de tarde por sus propias autoridades.
Lo que parece más bien es que esta medida atolondrada y abusadora, en lugar de responder a los extraños cánones de belleza que se gastan los del Instituto de Planificación Física, responde otra vez al interés político del régimen, cuyos simpatizantes y cómplices del exterior podrían sentirse defraudados con el paupérrimo ambiente de kasba norteafricana que hoy exhiben las tarimas cuentapropistas.
En suma, compraron cabeza, y ahora quizá le han cogido miedo al sombrero. Pero muy mal los veo si quieren jugar a la apertura de un seudocapitalismo tercermundista, con dictadura militar incluida, y no están dispuestos a pagar su precio, cargando con la mala prensa que les reportará su imagen hacia el exterior.
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