LA HABANA, Cuba.- Para serles franco, el viaje del presidente Obama a Cuba no superó mis expectativas, porque, a diferencia de la mayoría de mis compatriotas, no las tenía. Hubo lo que esperaba, todo muy cortés y moderado, y cargado de simbolismo, para a fin de cuentas, arribar a la conclusión de que a pesar de las intenciones de limar las asperezas, persisten las profundas diferencias entre los dos gobiernos, especialmente en cuanto a democracia y derechos humanos.
Ni siquiera me asombró el discurso de Obama en el Gran Teatro de La Habana “Alicia Alonso”, la mañana del 22 de marzo. Obama fue meridiano. Tenía que ser así. No podía ser menos.
Y tampoco fue menos la reacción que provocó dicho discurso en lo que la Cuba oficial considera “la sociedad civil”, o sea, las organizaciones de masas oficialistas, que constituyeron el auditorio del presidente norteamericano. Horas después de la partida de Obama, todavía los servicios informativos de la TV cubana mostraban a miembros de esa sociedad civil —algunos bien curiosos, por cierto, como los líderes del Consejo Espiritista y de la Sociedad Abakuá— quejándose de las incongruencias de Obama, llamando a estar alertas y reafirmando su lealtad a la revolución.
Ahora, todo seguirá su curso. Y a Obama se le está agotando, ya lo advirtió, la panoplia de medidas que puede tomar para ir vaciando el embargo de sustancia sin recibir del gobierno cubano alguna concesión a cambio, en los diez meses que le quedan en la Casa Blanca.
Fueron más las expectativas que los resultados. ¡Allá los que esperaban milagros!
No obstante, no se puede negar que Obama se ha portado con mucha inteligencia, naturalidad y elegancia, y que se ha ganado la simpatía de la mayoría de los cubanos de a pie. Muchos comentan el agudo contraste con su contraparte, el general Raúl Castro. Y no se trata precisamente de la edad o el color de la piel, ni siquiera del carisma, que es un don que no todos tienen la dicha de poseer.
Ese contraste se puso particularmente de manifiesto en la comparecencia ante la prensa que hicieron codo a codo los dos gobernantes luego de terminadas las dos horas de conversaciones oficiales, en la tarde del día 21.
El general-presidente, con sus exigencias y su renuencia a hacer concesiones, habrá complacido, si acaso, a los retranqueros del inmovilismo que escatiman cada movida de fichas y que no se cansan de agitar su nacionalismo decimonónico y enfermizo de aldeanos acomplejados, pero difícilmente agradó a las personas sensatas.
El desempeño del mandatario cubano ante los periodistas, cuando malamente escuchó hablar de presos políticos y de violaciones de los derechos humanos, dio grima. Será la falta de costumbre, pero si se hubiera propuesto lucir mal, no lo hubiese hecho con tanto acierto.
Viendo el lado positivo del asunto, al menos ya sabemos, lo explicó Raúl Castro a una majadera periodista norteamericana a la que no dejó hacer su pregunta, que de los derechos humanos —que por suerte no repitió, como hace unos meses en la Asamblea General de la ONU, que son una utopía— en Cuba la mayoría se cumplen más o menos y solo se violan veintitantos. Lo cual no está tan mal, si se compara con Corea del Norte o Arabia Saudita. ¡Y todavía hay quien se queja!