LA HABANA, Cuba. -Aunque algunos, analizando las economías y el carácter absolutista de sus respectivos partidos comunistas, encuentran puntos en común entre las políticas actuales de los gobiernos de Cuba y China, no es con este país con quien pudiéramos establecer una acertada comparación en cuanto a verdaderas similitudes.
La ideologización general y obligatoria, la supresión de las libertades individuales, la división de la sociedad en ciudadanos “fieles” e “infieles”, el culto a la personalidad, el control estricto de la información y su “dosificación” según los criterios del “líder histórico”, el declarar a todos los hombres y mujeres como propiedad del Estado y sujetos bajo sospecha de sedición, el implemento de políticas absurdas que obedecen al antojo de uno solo, el carácter hereditario del poder político, entre muchos otros parámetros, nos han acercado mucho más a Corea del Norte.
Si por una cuestión de afinidades, además de pura estrategia, Fidel Castro se resguardó a la sombra de los rusos a inicios de los sesenta, fue la República Popular “Democrática” de Corea el espejo donde en verdad deseaba verse reflejado en un futuro. Tal certeza no se la debo tan solo a que los arrebatos belicosos de Kim Jong-Un, el último de la dinastía de los Kim, me recuerden las locuras del gobernante cubano al concebir un ataque nuclear contra los Estados Unidos en la llamada Crisis de Octubre de 1962, sino al modo en que el propio Fidel Castro quiso diseñar su modelo de sociedad “nueva”, en las antípodas de un enemigo que él mismo se encargó de moldear y definir con los rasgos y epítetos más amenazantes, siguiendo paso a paso el modelo norcoreano.
Fidel, al estilo de Kim Il Sung, hizo de la uniformidad ideológica “inquebrantable” un verdadero culto donde su persona sería venerada como la principal divinidad y donde él sería el principio y fin de todas las cosas. En las escuelas, centros de trabajo y lugares públicos, la adoración del “Líder Supremo”, el estudio de sus “hazañas” y el énfasis en su carácter infalible e incuestionable se convirtieron en credos obligatorios para un pueblo que, paulatinamente, debía ser transformado en un ejército dispuesto al sacrificio bajo el lema de “Comandante en Jefe, Ordene” o “Esta tierra es de Fidel”.
Al igual que en Corea del Norte, Fidel Castro se propuso desde los inicios una purga exhaustiva de todos los elementos que impedían su empoderamiento total o que dañaban la imagen de conformidad y consenso que deseaba proyectar al exterior. Apegados a un mismo guion, tanto en Corea del Norte como en Cuba se instituyeron aberraciones como las condenas a trabajos forzosos en cárceles y campamentos de “reeducación”; la prohibición de prácticas religiosas no aprobadas por el Partido y la persecución de los practicantes; la injerencia en la vida privada de los ciudadanos (por ejemplo, durante los años 70 y hasta bien entrados los 80 el divorcio fue considerado inmoral entre los miembros del Partido Comunista y podía causar la defenestración de un dirigente o funcionario); las condenas por traición, por deserción y hasta por “diversionismo ideológico”; la penalización de los contactos de todo tipo con extranjeros; el mantener a la población por debajo de los límites de pobreza para usar las prebendas y beneficios por fidelidad como eficaz método de control; la estigmatización de familias completas debido a que alguno de sus miembros fue acusado de traición o se encontraba bajo sospecha. La lista de absurdos pudiera tornarse infinita.
Durante los años 70 y 80, la cooperación militar y de inteligencia entre los dos países estuvo al más alto nivel. Constantemente, bajo la máscara del intercambio cultural, viajaban a la isla personas que recibían entrenamiento táctico o agentes del servicio de inteligencia que usaban a Cuba como puente para alcanzar otros objetivos en el continente. En el vuelo de Cubana de Aviación, siniestrado en las costas de Barbados en 1976, viajaban varios norcoreanos que, aunque fueron oficialmente identificados como funcionarios de cultura, se sospecha eran oficiales en misiones secretas. Por aquellos años, varias escuelas e instituciones de la isla fueron bautizadas con el nombre del país asiático.
Los planteles estaban apadrinados directamente por el gobierno norcoreano y hasta existía un pequeño intercambio de estudiantes. Quien suscribe estas líneas, tuvo la desdicha de estudiar en uno de ellos. La disciplina era casi al estilo militar. La historia de Corea del Norte formaba parte del contenido de algunas clases y en la biblioteca había un apartado de honor, casi un altar, para las obras de Kim Il Sung. Los estudiantes, periódicamente, éramos reunidos en el teatro para recibir charlas por parte de diplomáticos norcoreanos quienes además proyectaban documentales y distribuían revistas donde se exaltaban las bondades del régimen.
Por su parte, el Ministerio de Educación cubano también imprimía y distribuía folletos en todas las escuelas del país, mientras que las salas de cine y la televisión exhibían reportajes acompañados de comentarios de periodistas que alababan la disciplina del pueblo norcoreano y la presentaban como una meta por alcanzar en un futuro inmediato.
Los discursos de Fidel Castro y de los principales dirigentes y teóricos de la revolución, entre finales de los años 60 y los 90, empleaban los mismos términos insultantes y las ideas más radicales que ha empleado siempre Corea del Norte para referirse a los Estados Unidos, nación considerada la causante de todos los males de la humanidad, sin ningún atributo positivo e incapaz de crear sujetos pensantes. Siguiendo las enseñanzas de cualquier libro de aquella retorcida asignatura denominada “Fundamentos de los Conocimientos Políticos”, al uso en las escuelas cubanas, las naciones capitalistas solo eran terrenos fértiles para la decadencia y el horror y, en consecuencia, debían ser “saneadas” sea como fuere.
La colaboración entre Cuba y Corea del Norte ha sido incondicional y, aunque solapada, cada día parece ser más fuerte, como fue demostrado no hace mucho en Panamá, donde las autoridades detectaron, escondido en las bodegas de un barco, un cargamento de armas que Cuba enviaba a Corea. El regalo había sido camuflado en una “humanitaria” venta de azúcar.
Aún a riesgo de recibir fuertes sanciones por colaborar con un país declaradamente terrorista, los militares cubanos, formados en un radicalismo muy similar al norcoreano, hicieron lo que algunos calificaron como una locura pero que, sin dudas, no es más que una decisión muy coherente con los vínculos tradicionales entre las dos naciones, siempre en la cuerda de las afinidades y lo conspirativo.
Si la relación con los soviéticos, aunque desigual y de carácter colonial, le garantizaba a Fidel Castro una conveniente solvencia económica y una estabilidad política, necesaria para el bravuconeo contra los “yanquis”, los vínculos con Corea del Norte fueron y tal vez continúen siendo de una absoluta reciprocidad ideológica, basada simplemente en la simpatía que un modelo político despótico e irracional despierta en quienes, como Fidel, creen en el sometimiento total como única forma de gobierno.
Aunque, en los días que transcurren, las medidas de “cambio” anunciadas por Raúl entusiasmen a algunos ingenuos, esas simpatías de los Castro por Corea del Norte (para nada abandonadas en el pasado), debían movernos a pensar si estamos frente a actitudes legítimas, nacidas de una verdadera voluntad de cambio, o si se trata solo de un enmascarado “alto al fuego” que le permitirá a la desangrada dinastía insular asegurarse en el poder y recargar cañones contra el enemigo de siempre. Con gran lucidez, muchos han lanzado la que pudiera ser considerada una pregunta para la próxima década: ¿Revolución sin enemigo?