LA HABANA, Cuba, noviembre (173.203.82.38) – Ya se sabe que la corrupción es lugar común en este mundo al que nos gusta llamar civilizado. Como la línea del horizonte. No hay un solo país sobre el que no gravite con su peso bruto. Ni existe un solo sistema político-económico que pueda jactarse de no causarla, o de no asumirla con resignación, en tanto mal congénito.
Por eso resulta ridículo que los representantes del régimen cubano insistan en la falacia –que sólo se creen ellos mismos, si acaso- de que nuestro sistema socialista, así le llaman, no es generador de corrupción, ni es connivente con sus prácticas.
Quien ahora ha repetido el sonsonete es el Fiscal General de la Isla, justo ante especialistas jurídicos de 20 países que se reunieron en La Habana, en uno de esos eventos internacionales que se inventan para exportar la moral en calzoncillos.
La verdad es que en Cuba los corruptos, grandes, medianos y pequeños no sólo constituyen la avanzada del éxito en sus respectivos estratos. También han llegado a convertirse en patrones de conducta para la ciudadanía, en general.
Esa manera tan escandalosa de banalizar la corrupción, de asumir el acto corrupto como lucecita al final del túnel, sin alternativas, ya que es clave para la sobrevivencia, es lo único que en rigor los representantes del régimen podrían pregonar como exclusividad de nuestro sistema socialista y como su aporte al mundo.
Porque hay algo que nadie podría ignorar, siempre que observe seriamente nuestra realidad. Y es que mientras en cualquier otro país la corrupción, por grande y aun sistémica que sea, actúa como excrecencia, aquí es orgánica, tanto que llega a ser lógica. Sustituye al trabajo y a su agente natural, la eficacia económica, por la sencilla razón de que el trabajo ha perdido su función primigenia como productor de bienes, sea para el individuo o para el grupo.
No son pocas las causas de esta pérdida. Pero aun a riesgo de sacrificar el rico matiz de los detalles, tal vez valga la pena ahorrarnos espacio y tiempo resumiéndolas todas con dos palabras: dictadura totalitaria. Y esa sí que es exclusiva.
Ciertamente sería ingenuo creer en la existencia de una panacea mágica para librar al planeta de esa peste que es la corrupción. No existe el modo. Lo más probable es que no llegue a existir nunca. “Para eliminar el mal del mundo –dijo un genio- es necesario antes apartar el mal del corazón humano”. Sin embargo, en el caso muy particular de Cuba, creo que sí existe al menos una panacea para aliviar el mal.
Y no es mágica, ni falta que nos hace. Dada la convicción de que para avanzar en el control de las prácticas corruptas –integradas ya a la idiosincrasia, a las nuevas tradiciones del pueblo- se impone un cambio radical en las estructuras de nuestro sistema de poder, el cual, si bien nos domina, ya no es capaz de gobernarnos.
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