PUERTO PADRE, Cuba, octubre, 173.203.82.38 -Perseguido y odiado por quienes transformaron a este pueblo valiente en coro dominical, pero ahora temen su despertar, estoy muy agradecido de todos los amigos que dentro y fuera de Cuba, leen mis textos y comparten mis amarguras como suyas.
¿Cómo definir la residencia en mi país si no bajo el acoso? ¿Y cómo enfrentar a mis perseguidores sin la certeza de contar con tantas personas honradas, a quienes nunca estreché la mano, pero sé que están ahí?
No puedo llamar ni recibir llamadas, no puedo consultar las indicaciones de los profesores ni las del médico de mi hijo, y no puedo escuchar sus lecciones de idiomas, ni “Hotel California”, mi canción favorita.
Este 12 de septiembre, luego de mantenerme más de 48 horas en un calabozo, para evitar la publicación de una entrevista incómoda al régimen, la policía política ocupó mis pertenencias: un teléfono celular, una grabadora, dos cuadernos de apuntes, un bolígrafo y mi carnet de identidad, armas terribles para un régimen que teme a las palabras.
Esta historia de odios y miedos comenzó hace 12 años. La desató una novela escrita por mí. El entonces Mayor de la policía política, Abel Cervantes Palomino, hizo que me condujeran a su oficina. Era la tarde del 14 de julio del 2000.
El policía vigilante de la cultura entendía que mi obra “Bucaneros” era la novela de la causa No.1, la que condujo a la muerte al General Ochoa y a otros oficiales. Del Instituto Cubano del Libro ordenaron borrar hasta mi última palabra escrita, guardadas en sus computadoras. Sin posibilidades de publicar en mi país, opté por relatar en el ciberespacio lo que en nuestra tierra callan los medios oficiales.
Entonces la reacción contra mi persona tomó la exacta tonalidad del odio.
El sábado 14 de marzo del 2009, el mismísimo delegado del Ministro del Interior en Las Tunas, Coronel Ávila Marrero, hizo conducirme a su despacho para proferirme un ultimátum: O deja de escribir, o va a la cárcel.
Refiriéndose a las consecuencias y al peligro de ser asesinado en prisión, dada mi profesión de criminalista, el acompañante del coronel Ávila, Teniente Coronel Modesto Fernández, refirió: “Y en la cárcel todavía hay asesinos de los capturados por usted”.
El 3 de abril de 2010, el mayor Miguel Ramírez me hizo comparecer a la estación de policía para mostrarme un ejemplar de la Ley 88, y habló de las implicaciones de mis escritos con respecto a ella.
El 17 de abril del propio año, mientras permanecía en el hospital, junto a mi madre, que se encontraba grave de muerte, ocuparon mi cámara fotográfica y, con ella, el archivo digital con todos mis escritos.
El 25 de julio del propio 2010, el Mayor Héctor de la Fe Freire y el Capitán Lester González Hernández, me detuvieron en la ciudad de Santa Clara, impidiendo que me entrevistase con Guillermo Fariñas y narrara los festejos por el 26 de julio en esa provincia.
González Hernández me condujo a un calabozo de la estación de policía de Manicaragua, en las estribaciones del Escambray, donde me mantuvieron hasta la tarde del día siguiente, cuando me hicieron subir a un vehículo, y me abandonaron en una carretera de la provincia Sancti Espíritus.
El 18 de febrero del 2011, fui secuestrado mediante los clásico métodos de ese proceder delictivo: personas desconocidas, furgoneta completamente cerrada, cubierta la cabeza con una capucha y encerrándome en un lugar desconocido. ¿Motivos? No siga escribiendo o le va a ir muy mal.
El 30 de julio del 2011, para impedirme cubrir los funerales de Monseñor Pedro Meurice, en Santiago de Cuba, el Tte. Coronel Juan Peña me mantuvo recluido en la unidad territorial de la contrainteligencia de la región norte de las Tunas.
En la unidad de operaciones e investigaciones criminales de la propia región, me mantuvieron encerrado en un calabozo por más de 3 días, hasta que, el 22 de marzo pasado, se me imputó el manido delito de alteración del orden público, para impedirme escribir sobre la visita del Papa Benedicto XVI a Cuba.
Agotaría al lector narrándole las arbitrariedades de mis encierros, la negativa de ganarme el sustento cultivando la tierra, la prohibición risible, si no fuera diabólica, de negarme el derecho a ir de caza en mi país.
Lo grave de estas violaciones de los derechos humanos sobre mi persona y la de cientos de cubanos es su origen: Más que a los represores, implican directamente al gobierno cubano.
Al quejarme por escrito al General Raúl Castro, por violaciones que entrañarían delitos de perjurio, cometidos por funcionarios de los ministerios de la Agricultura y el Interior, por rescindirme el usufructo de 4 hectáreas de tierras ociosas y por la ocupación de mi escopeta de caza, obtuve, desde el más elevado nivel del gobierno, la prueba de que en Cuba quienes disentimos, más que segregados, somos considerados no personas.
Como pasando la potestad de juzgar al criminal al respecto de mi queja al General Castro Ruz, respondió, el 22 de febrero de 2011, María del Carmen Cedeño, jefa de atención a la población del Consejo de Estado: “(…) Hemos considerado oportuno imponer el asunto al Ministerio del Interior y al Ministerio de la Agricultura en lo que a cada uno compete”.
Y por lo que a esos ministerios compete responder por sus violaciones, hasta el día de hoy han dado la callada por respuesta.
Conforme al Artículo No. 8, de la Carta Democrática Interamericana, ojalá algún lector de mi texto haga llegar ante el Sistema Interamericano de Promoción y Protección de los Derechos Humanos, estas violaciones.
Más que privar a una persona de su libertad de movimiento, del uso de un teléfono, de un terreno, o de una escopeta de caza, castigan a seres humanos por el uso de su voz. Y en pleno uso de libertad, ninguna persona debía conformarse ante esas injusticias, teniendo al alcance de la mano los medios y el sistema donde denunciarlo.