LA HABANA, Cuba, agosto, 173.203.82.38 -Iba sentado al final de la guagua. Comenzaba la madrugada. Un grupo de 6 o 7 muchachos que no llegaban a los veinte años estaba bebiendo en vasitos plásticos, riendo y gritando a los transeúntes de la calle. Por ayudar a alguien a bajarse del ómnibus, forzaron una hoja de la puerta trasera, y la rompieron. Los que íbamos detrás nos miramos resignados, y con cara de “la juventud está perdida”. El chofer no supo del accidente, o ni se molestó en examinar el daño.
El parque de las columnas, de la esquina de 23 y Paseo, fue arreglado poco antes de la visita del Papa en marzo. Le sembraron plantas, y algunos bancos. Los bancos ya fueron arrancados. De cada tres teléfonos públicos que hay en las esquinas de La Habana, al menos uno ha sido mutilado. Siempre le falta el cable y el auricular.
No me alivian las comparaciones, ni que me hablen del “terrible vandalismo” de Europa, y los grafitis de Nueva York. Para quien ha vivido entre las ruinas de la decadencia, tal vez el único consuelo sea el más aristocrático esplendor, o la más eficiente modernidad.
Mientras no haya una explicación mejor, yo seguiré culpando al socialismo, y a este faraónico gobierno, del cataclismo que ha desmoronado este país, estancando y arruinando las ciudades, industrias y comercios. En realidad, el socialismo no fue jamás una solución para el desarrollo económico, ni siquiera para revertir la explotación y la inequidad social. Tampoco extinguió la propiedad privada, y mucho menos la socializó. Más bien la radicalizó al extremo, llevándola hasta los confines más absurdos. En la República, los individuos eran propietarios de algunos bienes; durante la Revolución, el gobierno –adueñándose del más grande de todos los monopolios, el Estado– pasó a ser el propietario absoluto de todos los bienes productivos, y de todas las almas que habitaban la Isla.
Los tres grandes momentos de la Revolución, después de 1959, están asociados a la idea de monopolio. En 1968, con la “ofensiva revolucionaria”, el gobierno terminó de usurpar toda la economía: la grande, la mediana, y la pequeña. En 1976, monopolizó todas las fuerzas políticas, entronizando vergonzosamente al Partido Comunista, que –según la nueva Constitución– sería la única representación legítima (y legal) de los intereses del pueblo. Y en 1990, monopolizó la crisis, arrogándose el derecho de ser el único capaz de manejarla.
La crisis ha sido indetenible, y los bienes corrompidos, porque al final, nadie es dueño de nada, ni el Estado ni las personas, pues nadie se ha responsabilizado de la herencia nacional. El vandalismo ha sido el hijo bastardo de esta fingida propiedad social. Pero como han demostrado los países civilizados, la propiedad social únicamente es efectiva donde existe la propiedad privada. Como la cultura nace del trabajo, destruirle una pieza significa destruir el trabajo y el tiempo de otras personas. Y como todo tiene un valor, quien lo destruye tiene la obligación y el deber de resarcirlo.
En los Estados Unidos, existe una penalidad jurídica que media entre la multa y la prisión: el trabajo comunitario, que se dispensa por horas. Si quienes rompen una guagua, un banco, o un tanque de basura, tuvieran que trabajar 40 horas (es decir, el promedio de una semana laboral) como asistentes en un taller de mecánica, arreglando esos medios, lo pensarían más de dos veces la próxima ocasión. Y si tuvieran que limpiar las calles durante 100 horas, reprenderían con firmeza a los que vanamente las ensucian.
Un amigo me decía que la tolerancia con el vandalismo era una estrategia del sistema político, pues mientras los vándalos quebrantan y saquean a discreción, se mantienen apartados de la política, viven como fugitivos, y pierden su autoridad moral.
Quiero terminar con una anécdota, que ocurrió en una estación de policía, a la cual fui conducido (en contra de mi voluntad) por intentar asistir a un evento de Estado de SATS. Allí, un oficial (vestido de civil) comenzó a interrogarme sobre la razón de todas mis pertenencias. Al ver la foto que ilustra este artículo, me preguntó si yo era de ETECSA, o si pensaba arreglarlos. Entonces, solamente le respondí: “Ojalá los arreglaran”.
Pero ahora, yo pregunto. Si un hijo suyo se estuviera ahogando en el mar, y él lo rescatara, probablemente nadie le preguntaría si él era el salvavidas de la playa. O si un amigo suyo estuviese atrapado dentro de un edificio en llamas, y él lo salvara, dudo que alguien le preguntase si él se creía un bombero. Y si, en vez de reprimir la libertad de su prójimo, se ocupara de defenderla, e incluso, de luchar por una justicia mejor, seguramente, nadie le preguntaría quién se cree que es: ¿Don Quijote, o Antígona?