LA HABANA, Cuba -En mi centro de trabajo teníamos dos magníficos cocineros que, con pocos recursos, hacían maravillas. Traían los condimentos de su propia casa; algunas veces los trabajadores colaborábamos con la sal o algo específico. Tenían brillando todos los calderos y mesetas de aluminio. Su trato era excelente; a todos nos caían muy bien. Verdad que hacían maravillas, pero no magia, y a veces el almuerzo era una bolita de arroz amarillo y ya.
Un buen día, el gobierno “indicó” que se eliminaran los comedores obreros, al menos la mayoría. Nuestros cocineros fueron reubicados en otros centros de trabajo, uno de guardia nocturna y el otro de obrero calificado. A los trabajadores nos sustituyeron el almuerzo y nos empezaron a dar el equivalente de unos 60 centavos de dólar por día trabajado, totalizando la mayoría de los meses 12.60 a cobrar, independiente del salario, el cual, según suele decir el gobierno, equivale en este país a unos 18 dólares, como promedio.
Con esta medida el Estado desempleó a un ejército de cocineros y ayudantes en todo el país, pero no cayó en la cuenta de que con esto estaba reconociendo que el salario medio que hasta ese momento cobraba un trabajador cubano le alcanzaba para almorzar solo a él, y ¡únicamente los días laborables!
Ahora, al casi duplicarse el ingreso, ese trabajador puede también cenar esos días.
Por supuesto, con ese monto nadie puede comprar caviar, faisán; ni siquiera un bistec, pues lo que se “persigue” es resolver algo que mantenga al comensal en pie, sin desmayarse del hambre. Personalmente suelo almorzar un pan con croqueta, papa rellena o, en el mejor de los casos, con jamón. Otros se satisfacen con un almuerzo frugal que tal vez incluya arroz, algunos frijoles, huevo, croquetas o salchichas como plato fuerte; quizás se le sume un café.
Entonces, pensándolo bien, si el salario del mes entero solo alcanza para almorzar o comer, las personas que como yo trabajan el mes entero, la mayoría luchando con el transporte de ida y vuelta, no tienen forma de pagar la electricidad que en cualquier casa de familia supera los cien pesos, ni el agua, el teléfono, el círculo infantil o las deudas de equipos como refrigeradores, ollas eléctricas y televisores.
Los trabajadores tampoco encuentran la manera de comprar jabón, champú, detergente, desodorante, papel sanitario ni, en el caso de las mujeres, pintura de labios, de uñas, aretes, adornos para el pelo, tintes, medias, zapatos, ropas y carteras necesarios en el siglo XXI (o en el XX, que es donde todavía estamos en Cuba). Ni soñar con un teléfono celular, computadora, cámara digital o memoria flash, que el mundo usa en estos tiempos.
¿Cómo comprar las sábanas, toallas, frazada de piso, bombillos, salfumán, cloro, cepillos de lavar, escobas —artículos de primera necesidad en la casa—, sin mencionar la comida, los productos del agro, de la carnicería, los necesarios muebles, los paseos y viajes de vacaciones?
¿Con qué compra una madre la comida, ropa, zapatos y juguetes destinados a su hijo? ¿Con qué adquiere, en su caso, culeros desechables, cuna, sillita y cochecito para su bebé? ¿Cómo lo lleva a tomar helado o comer una pizza? Y si se enferma algún miembro de la familia, ¿cómo paga las medicinas?
Siempre que reflexiono sobre esto recuerdo la estrofa de una canción (creo que es de Los Aldeanos) que dice: “En lugar de estar pensando: El que no trabaja, ¿de qué vive?, pregúntate: El que trabaja ¿de qué vive?”