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Tiempo al tiempo

José Hugo Fernández

LA HABANA, Cuba, marzo (www.cubanet.org) - No hay mejor desprecio que no demostrar aprecio. Esta máxima encaja que ni pintada para la actitud de nuestros perfeccionadores del socialismo, aferrados a la ridiculez de venderle a los dogmáticos y a los memos del mundo ese espejismo según el cual en Cuba se practica una democracia sui géneris, casi perfecta.

Ahora están dando la lata en los medios de (des) información con un “nuevo” alegato. Dicen que en el proceso de elecciones para delegados del Poder Popular no participa ningún partido político (o sea, el único partido que está legalizado por el régimen), y que nadie hace campaña, sino que el escrutinio será fruto de la iniciativa soberana de las masas, las que designan libremente a sus candidatos y los eligen sin que medien coyundas ni manipulaciones desde arriba.

Conste que lo están proclamando muy en serio, y más en la medida en que continúan perdiendo contacto con la tierra que pisan. No en balde mientras más seriamente lo proclaman, más al desnudo queda expuesta su falta de verdad. 

Total, para lo que parece importarles. La autoridad, no la verdad, es la que hace las leyes, dirán ellos. Y esa es una atribución que todavía mantienen en el puño.

Así que además de la ley, hacen la trampa y la usan para legitimar su autoridad, sin que cuente demasiado la magnitud del disparate al que deben echar garra para justificarse, no ante el pueblo (que los conoce bien, aunque se trague sin masticar sus mendacidades a la espera de tiempos mejores), sino ante los cómplices, pocos, cada día menos, que les van quedando allende los mares.

Por eso no resulta tal vez muy atinado que a partir de la bancarrota que sufren hoy nuestros caciques, sus opositores se ilusionen con la idea (romántica, ingenua) de apoderarse de un espacio dentro del propio sistema. Es la naturaleza del poder lo que está en crisis, pero no su fuerza material, todavía no.  

Que algunos miembros de la disidencia hayan decidido postularse como candidatos a delegados del Poder Popular en el actual proceso eleccionario, representa sin duda un paso de avance para el accionar del movimiento opositor, así que es, por sí mismo, un hecho halagüeño. Pero tampoco debemos llamarnos a engaño. A más de su simbolismo esperanzador, no arrojará otras sustancias.

Y no es que la valiente y desprejuiciada actitud de esos opositores deje de merecer nuestra aprobación y respeto, pero debemos tener claro (ellos y nosotros) que al entrar en el juego de los caciques, están condenándose de antemano al fracaso. En cuanto a resultados tangibles, digo, aun cuando ganen prestigio. 

Tampoco es que de entrada debamos esperar, ni exigir, un apoyo mayoritario a estos opositores por parte de (llamémosle) el electorado. Más allá o más acá del cacareado miedo, lo cierto es hoy por hoy no resulta del menor interés para la gente de aquí proponer candidaturas propias como posibles rivales de las que, como todos conocen, son impuestas por el régimen. Y ni hablar de la eventualidad de que un candidato propuesto por la masa no reúna los requisitos “revolucionarios” que demanda el caso. Es un lío que nadie está dispuesto a buscarse gratuitamente, porque saben que no se saldrán con la suya.    

Esté mal o bien hecho, es la realidad. Y de lo que se trata ahora es de tomarla por los tarros, o de lo contrario incurrir en el cuento de camino y en la politiquería inútil.   

Cincuenta eneros de totalitarismo no pueden borrarse de la noche a la mañana. Son las circunstancias. Y aunque no podrían ser peores, no pueden ser mejores.

La gente, cerradas todas sus salidas, anuladas sus iniciativas, atomizada su individualidad dentro del grupo, perdida la confianza en sí misma y, para colmo, temerosa, cada uno del otro, aceptó pasivamente someterse a la supremacía del poder.

Reclamarle ahora más de lo que verdaderamente está en condiciones de ofrecer, implica una equivocación tan garrafal como pretender juzgarla en masa antes de transformar las condicionantes políticas y socio-económicas de su conducta.

Tiempo al tiempo. El que esperó lo mucho puede esperar lo poco. Y es poco lo que falta.





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