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Martí en la Cinemateca

Miguel Iturria Savón

LA HABANA, Cuba, abril (www.cubanet.org) - Con la superproducción José Martí, el ojo del canario, del realizador Fernando Pérez, la Cinemateca de Cuba inició el primero de abril su programación por el cincuentenario de la entidad, fundada por Néstor Almendros y Guillermo Cabrera Infante a mediados del siglo pasado, y anexada en 1960 al recién creado Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), que aún controla la filmografía insular.

Al filme José Martí, el ojo del canario, exhibido hasta el martes 13 de abril, le siguió el ciclo Cineastas contemporáneos, dedicado al estadounidense Oliver Stone, de quien se incluyen 16 filmes; más las películas Miranda regresa y La clase, consagradas al bicentenario de la revolución venezolana; tres obras del director Bahoman Ghobadi sobre la problemática del Kurdistán iraní, y las memorables Epitafios y Viaje a la esperanza, ambas en la Sala Charlot.

En José Martí, el ojo del canario, Fernando Pérez se arriesga como guionista y director. Más que un sueño llevado a la pantalla, trata de humanizar a nuestro mitificado Héroe Nacional, manipulado por políticos e historiadores de tendencias diversas, y convertido en ícono del castrismo. El Martí de Fernando Pérez parte de anécdotas sobre la vida del Apóstol entre los 9 y los 17 años, etapa nutricia en su formación personal y patriótica, pues a partir del destierro la isla será el centro de su magna obra, pero sólo volverá para morir en combate en 1895.  

Más que la biografía del héroe, estamos ante fragmentos de su itinerario espiritual. No hay una historia, sino la recreación lineal, quizás demasiado larga, de la familia, la escuela, la ciudad, los conflictos entre criollos y colonialistas y las influencias que marcaron sus pasos. El filme pone en primer plano las tensiones del padre valenciano, interpretado por Rolando Brito, y la madre canaria, encarnada por Broselianda Hernández, ambos muy convincentes en sus actuaciones. La frescura de Damián A. Rodríguez (Martí niño) y la mesurada tensión de Daniel Romero Pildaín (Martí joven), alternan armónicamente con actores de mayor currículo que encarnan a personajes secundarios, como Manuel Porto, Luis Rielo o Aramís Delgado.
  
Lo más deslumbrante es la fotografía, a cargo de Raúl Pérez Ureta, cuyos lentes se tragan el filme. Las escenas urbanas y rurales, las secuencias del hogar y las escuelas valen por ellas mismas. El plano del niño en los montes del Hanabana, junto al esclavo que le enseña los secretos de la naturaleza, revelan la maestría del camarógrafo.

No sucede lo mismo con la música de Edesio Alejando, empeñado en calzar con sonidos las imágenes de escenas sucesivas que, a veces, rompen el hilo y confunden al espectador. La escena de la soprano de voz deslumbrante resulta descomunal con relación al montaje de los bufos del Teatro Villanueva, cuyos estribillos desataron la cólera de los voluntarios españoles, recreados con énfasis en la cinta, que transmite también algunas alegorías al presente, como la clase sobre democracia, desatadora de pasiones y miedos que involucran al héroe y configuran su perfil.

A pesar de ciertos maniqueísmos –esclavos desnudos y sumisos, negreros desalmados, los gemelos rubios que personifican la traición-, la entrega de Fernando Pérez sobre José Martí se inserta como un docudrama en la historiografía del Héroe Nacional. El retrato espiritual y humano ofrecido por el cineasta representa una mirada interesante y necesaria.

Resulta lamentable, sin embargo, que las autoridades del ICAIC movilicen público para enfrentar imprevistos durante la evocación fílmica del líder independentista. La tanda nocturna del  martes 13 de abril comenzó media hora después, en espera de agentes, funcionarios y policías. Unas butacas más allá, a mi izquierda, estaban el reverendo Raúl Suárez, teólogo del castrismo; a un costado el ex canciller Pérez Roque con la esposa y el hijo.

Otros personajes y voluntarios esperaron en vano los gritos imaginados.



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