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Gato encerrado

Jorge Olivera Castillo, Sindical Press  

LA HABANA, Cuba, agosto (www.cubanet.org) - Una mujer entra en el servicio sanitario. El olor nauseabundo asalta su olfato. Se detiene por la magnitud de la pestilencia que sale del inodoro. Piensa en retroceder, pero su necesidad de orinar es mayor que el deseo de abandonar el lugar.

Abre la portezuela donde se encuentra el accesorio sembrado sobre un piso mugriento. A las bisagras que sujetan el tablón rectangular de madera a la improvisada pared de granito pulido, le faltan tornillos. Es obvia la chapucería, y no es posible saber si por inexperiencia, por terminar el trabajo lo más rápido posible o por llevarse parte de los aditamentos para venderlos en el mercado negro.

En los ojos de la mujer se dibuja una mueca que comienza en repugnancia y termina en pavor. La distancia para que el contenido del inodoro sobrepase los límites es de apenas siete centímetros. Dentro hay una crema compacta de orina y heces fecales. En ese instante el hedor es más penetrante. No sabe si es una trampa psicológica o realmente una consecuencia de encontrarse más cerca del diablo.

La primera reacción es empujar la puerta y huir como si hubiese visto a Lucifer en cueros. Pero, a duras penas puede aguantar los desechos líquidos que amenazan con tomar la uretra a la fuerza.

No tiene tiempo para decidirse por otras opciones. En su psiquis comienzan a chocar las ideas de orinar encima de las inmundicias, o intentar la descarga sobre el montón de papeles utilizados para higienizar las zonas donde terminan los ciclos fisiológicos.

Teme ser sorprendida dirigiendo el chorro fuera del sitio establecido. No quiere violar las normas de la decencia, aunque las circunstancias la obligan a prescindir de ciertas reglas y convertirse en protagonista y víctima de un medio que invita a pensar en los estratos más bajos de la involución.

Finalmente, coloca las yemas de los dedos de su mano derecha sobre la puerta. Realiza un movimiento involuntario que busca, ante todo, retrasar un encuentro desagradable. Entra. Coloca su cuerpo de espaldas al inodoro. Se corre hacia el lado izquierdo donde se amontonan pedazos de periódicos y revistas, servilletas, hojas manuscritas y retazos de papel sanitario.

La mujer quiere salvar sus sandalias de un roce fatal. La papelería cubre un espacio considerable del baño, lo que amerita una delicada maniobra para evitar un contacto con la mierda. Ya está lista. El orine cae sobre el montículo de papeles. Debajo algo se mueve. El gato asoma la cabeza y maúlla. Está enfermo, y apenas tiene ánimos para salir de su escondite.

Idalmis sale a medio vestir del baño, después de lanzar un grito de terror. Su necesidad ha quedado trunca, pero sólo anhela ponerse a salvo del water closet sin water del hospital Jurídico del municipio Cerro. Fue a acompañar a una pariente ingresada allí y ha sido, sin proponérselo, la protagonista de esta crónica.

No se trata de una vieja anécdota. Todo aconteció la semana pasada en el interior de ese centro médico especializado en enfermedades pulmonares.

Dice Idalmis que esa noche no pudo dormir, pensando en los aullidos del gato, y en la peste infernal del inodoro.

 

 
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