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24 de noviembre de 2008
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Los canenses

Luis Cino

LA HABANA, Cuba, noviembre (www.cubanet.org) - Alex es un hombre de trabajo que no teme a los golpes de la vida. Está acostumbrado a los hierros. Con ellos se gana el sustento. Tiene 45 años y desde pequeño su padre le enseñó los secretos de la herrería. También a vivir de su trabajo, no robar, no hacer daño a nadie, no meterse en la vida de los demás, y no chivatear.  

Alex siguió los consejos del viejo y no le ha ido mal. Hasta ahora. Dicen que todo siempre puede ser peor. En estos días, Alex se siente amenazado por multas, registros y decomisos. Vuelve a recordar la historia de los canenses y no puede evitar la angustia.  

Supo de los canenses por su padre. Este, a su vez, supo la historia por dos compañeros del taller. Ambos pasaron años en la cárcel. Uno, por haber sido de la policía de Batista. No mató ni torturó a nadie, pero cumplió 10 años de prisión en La Cabaña. Se puso dichoso que no lo fusilaron. El otro fue chulo en el barrio La Victoria. A sus mujeres las regeneraron y las hicieron taxistas; a él lo metieron preso. 

Alguno de los dos, Alex no recuerda qué dijo el viejo, era pariente de uno de los canenses. Llamaban así a varios propietarios de pequeños negocios de El Cano, un próspero poblado al sudoeste de La Habana, no muy lejos de Marianao, que se llevaron presos durante la ofensiva revolucionaria de marzo de 1968.  

Los deportaron a un remoto y custodiado asentamiento en los confines de Pinar del Río. Algo semejante a los pueblos cautivos donde confinaron a las familias campesinas del Escambray sospechosas de ayudar a los alzados.   

Los canenses no ayudaron a los alzados. En 1968 hacía más de dos años que habían aniquilado al último grupo armado. Su falta fue protestar por la intervención de sus chinchales y vendutas por el Estado, que quería acelerar la marcha al comunismo. Lo catalogaron como delito contrarrevolucionario. Se los llevaron a empujones, esposados en carros patrulleros. Luego recogieron a sus familias y sus trastos. No los dejaron volver a El Cano. Todavía ellos y sus descendientes andan por Pinar del Río. 

No fue la única historia de pueblos rebeldes y represión que contaron el ex chulo y el ex policía al viejo. También hablaban de la rebelión de Imías y de cuando sonaron las cazuelas en Cárdenas. Conocieron las historias en la cárcel. 

Alex creció entre las llamas del soplete, los golpes de la mandarria en el hierro y las historias del viejo. Las que le contaron y las que tuvo que sufrir. Aprendió a confiar sólo en sus brazos, a no hablar más de la cuenta y a temer al Poder y sus casi infinitos complots. 

El viejo murió en 1995. Hasta el último día, como si no fuera suficiente todo lo que vivía, sospechó que “esta gente tramaban algo”. A Alex le habían aprobado la licencia de trabajador por cuenta propia. Le iba bien, pensaba que la crisis había tocado fondo, que lo peor ya había pasado.  Se equivocó.  

Últimamente, los inspectores lo visitan para indagar la procedencia de las varillas de soldar y los materiales con que hace rejas, puertas y ventanas. El jefe de sector le advirtió que lo mejor que puede hacer es conseguir un empleo con el Estado. El herrero iba a replicar, pero entonces se acordó de “los canenses” y decidió callar. 

Me encontré a Alex hace unos días. Está pesimista. Me miró como si estuviera en vísperas del paredón, puso su mano en mi hombro y me recomendó en voz baja: “ten cuidado, brother”. Según él, estamos a unos pasos de los Gulags y las comunas de Pol Pot. Me recordó que su viejo decía que “estas gentes son capaces de cualquier cosa”. Fue entonces que me habló de “los canenses”.

luicino2004@yahoo.com 

 

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