Ellos
quieren vivir
Sin secreto de Estado: Los
presos políticos desean que se conozcan
sus fiebres y dolores para recabar solidaridad.
Raúl Rivero, Madrid. Encuentro
en la Red, 5 de febrero de 2007.
Mientras la evolución médica de
la salud del octogenario doctor Fidel Castro es
un secreto de Estado que administra a cuentagotas
un gorila ajeno, los familiares de los presos
políticos claman por unas líneas
en los medios de prensa que den cuenta de las
alternativas de las patologías que padecen
los hombres condenados porque trabajan y aspiran
a vivir en una democracia plural.
Así es la vida. En la entrada del siglo
XXI, las estructuras del poder en la Isla se empeñan
en ocultar los partes médicos sobre la
salud de su jefe, que dispone a toda hora de los
más sofisticados medios y de los últimos
adelantos científicos, porque lo que no
esté a mano, se manda a buscar.
Los prisioneros, en cambio, bajo los chequeos
rudimentarios de los médicos de Cárceles
y Prisiones, sin tratamientos adecuados, restringida
la entrada de medicamentos, quieren que se sepa
todo, desean que se conozcan sus fiebres y sus
dolores, para recabar un poco de solidaridad.
Ellos son sólo unos fantasmas sin rostro
ni nombre propio para los pasquines políticos
que edita, con los dineros públicos, el
Partido Comunista.
Sus vidas de ciudadanos cívicos y sencillos
que resisten en agujeros diseñados por
los esbirros de Pepe Stalin, no despiertan demasiado
interés periodístico. Nadie, ninguna
personalidad, ningún amigo demócrata
de ninguna parte del mundo, puede llegar a la
puerta de su celda a darle un abrazo o a interesarse
por su destino.
No hay ONG en el mundo que traspase las cercas
de seguridad para ver cómo viven, de qué
se alimentan. No hay equipos de juristas verdaderos
que puedan llegar a pedir la documentación
de sus procesos judiciales para hacer una revisión
transparente, pública, de los supuestos
delitos que le permitieron a los sacristanes de
la policía imponerles penas de hasta 28
años.
Muertes poco seductoras
Lo dicho. No son atractivas sus existencias entre
las paredes de hormigón, acosados por la
tuberculosis, la sarna, el sida, las infecciones
y las epidemias que llevan y traen por los laberintos
de las cáceles las colonias de insectos
y roedores. Allá adentro, en el señorío
de las moscas y en la florecida civilización
de los ratones y las cucarachas.
Sus muertes, la muerte de los presos, tampoco
son muertes seductoras. Murió Miguel Valdés
Tamayo y lo lloró la oposición y
su familia, pero ni una nota de condolencia en
los panfletos del país por el que entregó
su libertad primero y, al final, su vida, a los
50 años.
¿Cuántos más necesitan que
se mueran en las cárceles? No lo sabemos,
pero se sabe que están enfermos, en estado
delicado y en peligro, Nelson Aguiar, Normando
Hernández, Ricardo González, Arnaldo
Lauzerique, Pedro Pablo Álvarez, Oscar
Elías Biscet, José Ubaldo Izquierdo,
Héctor Maseda y Diosdado González,
entre otros.
Esta semana hablé con mi amigo, el sociólogo
Héctor Palacio. Acaba de salir de la prisión
después de casi cuatro años. Estuvo
una buena temporada en una celda de castigo en
Pinar del Río y esa estancia le afectó
definitivamente su sistema circulatorio. "¿Cómo
estás de salud?", le pregunté
en los revuelos iniciales de la breve conversación
telefónica.
"Hoy me siento satisfecho -dijo- porque
he podido caminar cuatro cuadras".
La muerte conoce muchos caminos y tiene una ganzúa
negra para todas las puertas.
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