Crónica           IMPRIMIR
24 de dciiembre de 2007

¡Que buena es la nochebuena!

Oscar Mario González

LA HABANA, Cuba, diciembre (www.cubanet.org) - Cada día, y por razones obvias, son menos los cubanos que recuerdan la bondad y el goce de aquellas noches del 24 de diciembre. No existía fecha del año más apetecida que aquella cuya amorosa presencia convocaba a toda la familia cubana; al religioso y al no creyente, al comunista y al liberal, al pobre y al rico, al negro y al blanco. Todos celebraban la nochebuena.

Fiesta de raíz cristiana había calado en lo más hondo de nuestro pueblo con una presencia de casi cinco siglos. Entre las probables desgracias e infortunios de la patria podían concebirse huracanes devastadores, inundaciones, plagas y epidemias, pero nadie imaginó nunca que un día los cubanos estuvieran impedidos de celebrar la nochebuena. Evidentemente el comunismo es mas dañino que lo que pudieron describirlo las Selecciones de Reader’s Digest, la revista Life, la Bohemia de Miguel Ángel Quevedo o el diario Prensa Libre de los hermanos Carbó.

En la campiña cubana era el día en que sólo hallaban cabida la amistad y el cariño familiar. Amistad limpia entre vecinos y compadres sin el empañamiento ocasionado por el Comité de Defensa y su promoción de la chivatearía. Familia intacta en el número donde la tristeza por el familiar en el extranjero estaba ausente del corazón y ni siquiera ese oculto sentido del presentimiento daba indicios de un probable desgajamiento del árbol familiar.

Para tal ocasión se abrían las talanqueras y las puertas del hogar guajiro, a modo de facilitar el saludo navideño y reciprocarlo con un trago de aguardiente o de ponche, especialmente preparado para congratular al visitante. El gentío colmaba los caminos, los trillos y las guardarrayas en una procesión de sombreros, guayaberas y pantalones de dril.

Al cantío del gallo le sucedía el grito angustioso del lechón. Sobre un manto de ardientes tizones y ramas de guayabo tierno giraba la puya, provocando un incesante goteo de grasa cuyo chirriar se unía al crujir del carbón y elevaba cortinas de humo con aroma de adobo de naranja agria, ajo y comino.

La guitarra y el laúd se unían al trino del sinsonte y del jilguero sobre un fondo arrullador del batir de palmas y el ondear de los cañaverales, mientras el arroyuelo susurraba entre flamboyanes, yagrumas y jagüeyes.

Pero el momento más sublime venía con el viento fresquito de la noche y con la luz de la luna, en torno a una mesa y a una cena encabezada por el abuelo seguido de hijos, nietos, nueras y yernos.

La pollada de dormir tempranero dejaba al gato y al perro dueños de los sobrantes y los muchachos se disputaban el rabo del puerco. La lechuga y el tomate de ensalada acompañaban al congrí, mientras algunos preferían enrollar el cacho de masa en el casabe. La yuca empapada en mojo, el fufú de plátano verde y pintón o los tostones según las preferencias de los presentes. Sobre el hule floreado que cubría la mesa una botella de ron y champola de tamarindo, guanábana o mamoncillo para los menores y las mujeres.

Era la noche de la nochebuena donde aflojaba la rectitud del padre y el abuelo y el muchacho veinteañero se atrevía a fumar un cigarrillo o a tomar un trago de licor en presencia de ambos porque, definitivamente, la nochebuena era única en el almanaque y el dicho decía que “una vez al año no hace daño”.

 
 
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