Paisaje
con Heberto Padilla
Belkis Cuza Male, El
Nuevo Herald, 30 de septiembre de 2006.
Escribo este artículo el 24 de septiembre.
Llevo semanas pensando en lo que quiero escribir
de él, quiero decir, de Heberto Padilla.
Un día como hoy, hace seis años,
murió de un aparente ataque al corazón
(¿o lo mataron?). Estaba solo en su apartamento
de Auburn, en Alabama, y hacía poco más
de un mes que había venido a visitar a
Ernesto, nuestro hijo, y a mí a Fort Worth.
Y un día antes de morir, como hacía
siempre desde que enseñaba en esa universidad,
me llamó para conversar un rato. Recuerdo
en especial su buen ánimo de entonces,
y lo bien, decía, que se estaba sintiendo.
También me aseguró que después
de diciembre regresaría a Fort Worth para
comprar una casita cerca de la mía y establecerse
aquí, como yo le había estado pidiendo
desde hacía cinco años cuando decidimos
separarnos, después de un matrimonio de
casi tres décadas.
No fuimos nunca una pareja al uso. Nos tocaron
tiempos difíciles, pero compartimos alegrías
y tristezas --y un gran amor: ahí están
sus poemas-- con la certidumbre de que nada podía
separarnos, ni siquiera los ingentes esfuerzos
de la Seguridad cubana, ni sus atroces métodos,
como el de aquella siquiatra de esa institución
represiva que me conminó, a raíz
del ''caso Padilla'', a que abortara, aduciendo
que yo no estaba capacitada mentalmente para tener
otro hijo. De haber seguido sus malévolas
''orientaciones profesionales'', mi hijo Ernesto
no hubiera nacido.
Como les digo, no es fácil ser una pareja
de escritores oprimidos por la dictadura comunista,
con la policía secreta visitándonos
una vez por semana durante años, el teléfono
intervenido, y vigilados como delincuentes peligrosos.
Y no era fácil lidiar con la depresión
y el ostracismo, con la ausencia casi absoluta
de amigos, y el dogal al cuello. Pero yo inventé
métodos para escapar de aquella fea realidad,
y sostenida por la fuerza que encontré
en Dios, y la visión de algunos textos
de metafísica que me facilitaba el increíble
Joseíto, mi maestro espiritual, nuestro
exilio interior se convirtió en una experiencia
casi renovadora.
Recuerdo que le propuse a Heberto que empezásemos
a escribir cada uno una novela (bastaría
con dos cuartillas al día) y ejercicios
para mantenernos sanos, física y mentalmente.
De aquella apuesta a la recuperación emocional,
para contrarrestar la resaca incesante del llamado
Caso Padilla, nació mi novela Aventuras
de Juan y Juana, todavía inédita
y que hace dos años rechazó una
editorial de Barcelona, deseándome buena
suerte.
Nadie que yo sepa ha leído esa novela,
salvo el escritor mexicano Carlos Fuentes, quien
en 1975 fue jurado de un concurso adonde logré
hacer llegar desde Cuba el manuscrito. No me dieron
nada, ni una mención, pero luego encontré
(¡creo en las coincidencias!) que Terra
Nostra, de Fuentes, tenía ideas en los
capítulos finales muy parecidas a la mía.
De esa temporada salieron los poemas de Heberto
de El hombre junto al mar, luego publicados por
Seix Barral. Pero no logré, por supuesto,
que hiciera ejercicios ni mucho menos que se interesara
por mis lecturas metafísicas. Sin embargo
hizo amistad entrañable con Joseíto.
Voy a contarles un secreto (no tan secreto ya).
Más que las torturas que sufrió
en la Seguridad del Estado, Heberto decidió
hacer aquella espantosa autocrítica luego
de que nuestro interrogador, el teniente Pedro
Alvarez Lugo (más tarde parte del juicio
contra el general Ochoa), le hizo oír la
grabación del interrogatorio que me hicieron
en los cuarteles de la Seguridad. Heberto no sabía
que yo también estaba detenida. Luego,
ya ambos en liberdad, fui yo la que le rogué
a Heberto me dejase a mí también
participar en el denigrante mea culpa del 27 de
abril en la Union de Escritores. No, él
no me acusó a mí de nada.
Por eso, en diciembre de 1978, cuando fui llamada
al despacho de Fidel Castro, tras una carta mía
acusatoria a la Seguridad del Estado, y me recibió
su secretario particular, el doctor Chomy Miyar
Barruecos, no podía creer lo que estaba
oyendo: "En primer lugar, el comandante en
jefe me ha pedido que le diga que la revolución
--y no dejaba de mirarme fijamente-- reconoce
que ha cometido un error con ustedes y que está
dispuesta a rectificar, y quiere que usted se
lo trasmita así a su esposo. Y, en segundo
lugar, el comandante en jefe quiere que Padilla
sepa que la revolucion está dispuesta a
darle todo lo que él pida, todo, óigame
bien (y recalcó todo) a cambio de que no
abandone el país''.
Nunca he sido valiente, pero no sé de
dónde me salieron las palabras para ripostarle:
''Mire --le contesté--, yo no puedo decirle
a un hombre que ha sufrido tanto, y que lo único
que quiere es irse del país, que acepte
esa oferta. Usted tiene que llamarlo y decírselo
personalmente''. Tampoco sé cómo
salí de la cueva del lobo, pues estaba
en el llamado Palacio de la Revolución,
en las mismas oficinas de Fidel Castro. No sólo
lo había oído retractarse de un
gravísimo error, sino sabía ya de
primera mano que era capaz de intentar comprar
a cualquiera.
Hoy Heberto está muerto, algunos todavía
lo siguen considerando un cobarde, pero yo, que
lo amé como nadie y compartí su
vida (y también su muerte), puedo asegurarles
que un día Cuba rescatará su memoria
del ultraje y la vergüenza que lo llevaron
a una temprana muerte. Su obra es quizás
el mayor bofetón que esa revolucion ha
recibido jamás de un escritor. Pero es
también el hermoso homenaje de un gran
poeta a su patria, de un poeta que siempre ha
vivido en Cuba.
belkisbell@aol.com
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