PRENSA INTERNACIONAL
Enero 30, 2006
 

Para fundarnos juntos

Manuel Vazquez Portal, El Nuevo Herald, 29 de enero de 2006.

Cuba, como el resto de la América hispana, no escapa de una odiosa tradición caudillista, represiva y corrupta que la corroe desde los inicios de su historia. A ello se debe que su sempiterno y actual gobernante sea síntesis de estado, gobierno, partido en el poder y fuerzas armadas, lo que lo mantiene en posesión de todos los poderes, sin que la ciudadanía tenga resquicio alguno para reclamar o defender sus derechos más elementales.

La ausencia de instituciones fuertes y eficientes parece ser endémica en estas tierras del sur. El Estado se torna en ellas una especie de abstracción que cada gobierno de turno se cree en el derecho de subordinar, manipular y transformar a su acomodo. Las constituciones devienen meretrices veleidosas que cada poder político administra, modifica, viola, ultraja y desecha según las volteretas y malabares con que desea aliñar su mandato. La democracia se trasmuta en una suerte de retozo semántico donde las palabrejas abundan y las libertades tiritan, asustadas, en un rincón del alma ciudadana.

Todos los aspirantes al mangoneo gubernamental vociferan programas erigidos sobre la base del bien común, y una vez en posesión del mango de la sartén, aparentan darse cuenta de la irrealidad de sus monsergas programáticas y tuercen el rumbo hacia la ruta de la clientela que los trepó, aupa y mantiene, mientras la ciudadanía, otra vez traicionada, padece, se envilece y, en el mejor de los casos, emigra.

Y ello, innegable, desgraciadamente acarrea la germinación de afiebrados líderes populistas que, más que resolver el problema heredado, lo contaminan de ideologías espurias y emponzoñan más. Si de ello hiciera falta un ejemplo aterrador y palpable, bastaría echarle una ojeada a la actual y arruinada Cuba.

Visto así, de un modo tan generalizador, puede dar la impresión de catastrofismo político o exageración tendenciosa. Pues nada de alarma ni de hipérbole, realidad punzante. Ahí permanece Castro, ahí marcha Chávez, ahí se impulsa Evo Morales. El inning se complica y Humala pide el turno al bate. Todos de la misma raíz y el mismo follaje: falta de programas verdaderos, instituciones endebles, corrupción y gozadera: inminente aparición del santo patrón de los pobres, ¡providencialistas que, aún en el siglo XXI, somos los del Bravo a la Patagonia!

Por eso, y en la certeza --sin pretensiones de visionario, que los visionarios sólo ven visiones-- de que la realidad cubana se acerca inexorablemente a su transformación después de la nefasta experiencia del mesianismo, creo necesaria alguna que otra sugerencia para, Estado, ciudadano, nación y democracia fundarnos juntos. Y, por supuesto, no propongo hacer tábula rasa con todo el pasado, sino allegarle algo de sensatez al futuro.

A pesar de que Cuba, en apenas un siglo y tanto de historia, ha sido prolija en constituciones: tres de la república en armas, dos en la república, una, dos veces modificada, en la ¿república socialista?, requiere de una séptima. Esta vez sobre la base de un verdadero Estado de Derecho y refrendada por toda la ciudadanía. Una Constitución que estirpe para siempre la exclusión ciudadana por razones políticas, económicas, raciales o de género y, sobre todo, ponga a todas las fuerzas legales, civiles, administrativas y castrenses en función de salvaguardarla para que no se produzcan nuevas situaciones revolucionarias que impidan o retrotraigan la necesaria y armónica evolución hacia la plenitud de la democracia.

Se requiere, ante todo, despojar la educación del adoctrinamiento absoluto y único, por demás intolerante, que padece, dotándola de la pluralidad de que la sociedad sea reflejo, para tener un ciudadano capaz de elegir dentro de la multiplicidad que otorga la libertad y el respeto a los derechos del ser humano.

La libertad de expresión como piedra miliar del desarrollo del pensamiento ha de nacer inmunizada contra las componendas y la corrupción, y con la única brida de la responsabilidad humana y cívica. La libertad de afiliación, reunión, manifestación y culto no deben, ni pueden surgir mediatizadas o regenteadas por las administraciones políticas que accedan al poder, sino garantizadas por un fuerte poder legislativo que las haga inmunes a todo intento de conculcación.

Las libertades económicas, fuente seminal de todas las libertades, instituidas por un sólido y transparente sistema impositivo que las fiscalice y proteja han de convertirse en surtidores financieros permanentes de un Estado que sepa invertirlas como capital recuperable, sostenible y creciente en la solución de problemas sociales que, lejos de pretender un igualitarismo rampante y torpe, sí provea a la sociedad de ciertas igualdades de oportunidades para la competitividad que impone el desarrollo de una individualidad responsable.

Lo demás, pudiera ser hojarasca discutible en sesiones parlamentarias --desde luego, en un parlamento plural y verdaderamente representativo de todos los sectores de la ciudadanía-- para asegurar la natalidad de leyes coherentes que, en letra y espíritu, respeten y fortalezcan la ley de leyes y crezca una nación genuina de ciudadanos íntegros.

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