Para
fundarnos juntos
Manuel Vazquez Portal, El
Nuevo Herald, 29 de enero de 2006.
Cuba, como el resto de la América hispana,
no escapa de una odiosa tradición caudillista,
represiva y corrupta que la corroe desde los inicios
de su historia. A ello se debe que su sempiterno
y actual gobernante sea síntesis de estado,
gobierno, partido en el poder y fuerzas armadas,
lo que lo mantiene en posesión de todos
los poderes, sin que la ciudadanía tenga
resquicio alguno para reclamar o defender sus
derechos más elementales.
La ausencia de instituciones fuertes y eficientes
parece ser endémica en estas tierras del
sur. El Estado se torna en ellas una especie de
abstracción que cada gobierno de turno
se cree en el derecho de subordinar, manipular
y transformar a su acomodo. Las constituciones
devienen meretrices veleidosas que cada poder
político administra, modifica, viola, ultraja
y desecha según las volteretas y malabares
con que desea aliñar su mandato. La democracia
se trasmuta en una suerte de retozo semántico
donde las palabrejas abundan y las libertades
tiritan, asustadas, en un rincón del alma
ciudadana.
Todos los aspirantes al mangoneo gubernamental
vociferan programas erigidos sobre la base del
bien común, y una vez en posesión
del mango de la sartén, aparentan darse
cuenta de la irrealidad de sus monsergas programáticas
y tuercen el rumbo hacia la ruta de la clientela
que los trepó, aupa y mantiene, mientras
la ciudadanía, otra vez traicionada, padece,
se envilece y, en el mejor de los casos, emigra.
Y ello, innegable, desgraciadamente acarrea la
germinación de afiebrados líderes
populistas que, más que resolver el problema
heredado, lo contaminan de ideologías espurias
y emponzoñan más. Si de ello hiciera
falta un ejemplo aterrador y palpable, bastaría
echarle una ojeada a la actual y arruinada Cuba.
Visto así, de un modo tan generalizador,
puede dar la impresión de catastrofismo
político o exageración tendenciosa.
Pues nada de alarma ni de hipérbole, realidad
punzante. Ahí permanece Castro, ahí
marcha Chávez, ahí se impulsa Evo
Morales. El inning se complica y Humala pide el
turno al bate. Todos de la misma raíz y
el mismo follaje: falta de programas verdaderos,
instituciones endebles, corrupción y gozadera:
inminente aparición del santo patrón
de los pobres, ¡providencialistas que, aún
en el siglo XXI, somos los del Bravo a la Patagonia!
Por eso, y en la certeza --sin pretensiones de
visionario, que los visionarios sólo ven
visiones-- de que la realidad cubana se acerca
inexorablemente a su transformación después
de la nefasta experiencia del mesianismo, creo
necesaria alguna que otra sugerencia para, Estado,
ciudadano, nación y democracia fundarnos
juntos. Y, por supuesto, no propongo hacer tábula
rasa con todo el pasado, sino allegarle algo de
sensatez al futuro.
A pesar de que Cuba, en apenas un siglo y tanto
de historia, ha sido prolija en constituciones:
tres de la república en armas, dos en la
república, una, dos veces modificada, en
la ¿república socialista?, requiere
de una séptima. Esta vez sobre la base
de un verdadero Estado de Derecho y refrendada
por toda la ciudadanía. Una Constitución
que estirpe para siempre la exclusión ciudadana
por razones políticas, económicas,
raciales o de género y, sobre todo, ponga
a todas las fuerzas legales, civiles, administrativas
y castrenses en función de salvaguardarla
para que no se produzcan nuevas situaciones revolucionarias
que impidan o retrotraigan la necesaria y armónica
evolución hacia la plenitud de la democracia.
Se requiere, ante todo, despojar la educación
del adoctrinamiento absoluto y único, por
demás intolerante, que padece, dotándola
de la pluralidad de que la sociedad sea reflejo,
para tener un ciudadano capaz de elegir dentro
de la multiplicidad que otorga la libertad y el
respeto a los derechos del ser humano.
La libertad de expresión como piedra miliar
del desarrollo del pensamiento ha de nacer inmunizada
contra las componendas y la corrupción,
y con la única brida de la responsabilidad
humana y cívica. La libertad de afiliación,
reunión, manifestación y culto no
deben, ni pueden surgir mediatizadas o regenteadas
por las administraciones políticas que
accedan al poder, sino garantizadas por un fuerte
poder legislativo que las haga inmunes a todo
intento de conculcación.
Las libertades económicas, fuente seminal
de todas las libertades, instituidas por un sólido
y transparente sistema impositivo que las fiscalice
y proteja han de convertirse en surtidores financieros
permanentes de un Estado que sepa invertirlas
como capital recuperable, sostenible y creciente
en la solución de problemas sociales que,
lejos de pretender un igualitarismo rampante y
torpe, sí provea a la sociedad de ciertas
igualdades de oportunidades para la competitividad
que impone el desarrollo de una individualidad
responsable.
Lo demás, pudiera ser hojarasca discutible
en sesiones parlamentarias --desde luego, en un
parlamento plural y verdaderamente representativo
de todos los sectores de la ciudadanía--
para asegurar la natalidad de leyes coherentes
que, en letra y espíritu, respeten y fortalezcan
la ley de leyes y crezca una nación genuina
de ciudadanos íntegros.
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