Un
Frankenstein para la democracia
Raúl Rivero, El
Nuevo Herald, 22 de enero de 2006.
Madrid -- Los muchachos le cogieron el gusto.
No quieren irse. Qué maravilla, en el poder
y la abundancia nada más que por aplaudir.
Por decir que sí, que cómo no, que
está muy bien, pero muy bien, tremenda
revolución.
No se quieren mover de las oficinas con aire
acondicionado, ni descender de los autos nuevos
que reciben como regalos para fajarse con la vida
en un camello o en un almendrón americano
o en el equilibrio de una bicicleta china. Ni
aunque les den candela. Total, si lo único
que hay que hacer es atacar a los americanos,
golpear a unos ilusos allí adentro, apoyar
con entusiasmo cuando vayan a las cárceles
y denigrar (en público, entre camaradas.
En privado, respeto por la familia) a los cubanos
que tuvieron que irse a vivir lejos.
Muy fácil. Levantarse cada mañana
y adivinar los caminos en el Granma. Seguir con
atención la línea y enredarse con
ella verbalmente hasta que se haga de noche. Si
acaso, elevar un poco el tono en el verano para
entrar en un fasten, es decir, un viaje a Venezuela,
por ejemplo, y otro a México, siempre a
asuntos de estado, trascendentes, con mucho portafolio
y mucha cita del comandante y de José Martí.
Todo menos dejar el poder. ¿Que no aparece
nadie capaz de seguir la corriente que nos conviene?
Se inventa. Este es un pueblo de inventores. Se
inventa, para eso está el partido, para
orientarles a los científicos, todos de
fama mundial, todos con un alto nivel de sacrificio,
que deben producir un nuevo líder con las
características de los que no se quieren
ir, de los tercos, los fijos, los severos, los
defensores de las conquistas, de sus conquistas
personales.
Así es que a trabajar en alguien con el
carisma de Abel Prieto, la simpatía de
Carlos Lage, el don de gente de Pérez Roque
(de él se podría aprovechar también
el rostro), la honestidad de Ricardo Alarcón,
el arraigo popular de Otto Rivero, la inteligencia
de Pedro Ross y la simpatía y la capacidad
de diálogo, la amplia cultura de Randy
Alonso.
Ya está. Hay otras combinaciones, pero
con ésta los empecinados compañeritos
de mil batallas podrán salir victoriosos
de la que más les interesa: mantenerse
en el sitio adonde llegaron porque el dictador
los eligió.
Eso sí, no se vayan a apresurar. Calma.
No traten de entrar al puesto de mando ni con
un minuto de adelanto. Se sabe que la impaciencia
es mucha, que la ambición es grande, pero
sean discretos, prudentes, muestren aunque sea
un poco de tristeza, un repunte de angustia y
mucha parsimonia en los últimos pasos.
Pueden perfectamente ser los últimos. Tómenle
con precisión el tiempo a la muerte.
|