PRENSA INTERNACIONAL
Enero 2, 2006
 

Castro y las dos preguntas que todo el mundo se hace

Carlos Alberto Montaner. El Nuevo Herald, 1 de enero de 2006.

Madrid -- Por estas fechas se cumple otro aniversario de la entrada triunfal de Fidel Castro a La Habana con su pequeño ejército de barbudos. Hace de esto la friolera de 47 años. Entonces el comandante era un joven impetuoso y audaz, convencido de que sabía cómo reorganizar a la humanidad para que todos se transformaran en ricos y felices, aunque el procedimiento para lograr tan benévolo propósito fuera a palos y tentetieso.

A estas alturas de la historia sólo quedan dos preguntas interesantes que hacer sobre el fallido experimento montado por Castro en esa pobre isla: ¿por qué ha durado tanto tiempo en el poder un tipo tan excéntrico y disparatado, capaz de realizar hazañas tan improbables como destruir la centenaria industria azucarera, multiplicar por diez el número de prostitutas, fusilar o eliminar a dieciséis mil personas y colocar en el exilio a un 15 por ciento de la población cubana? Nadie duda que el suyo es el peor gobierno que ha padecido ese país, incapaz en medio siglo de lograr que los cubanos tengan agua potable, electricidad, comida y techo en cantidades mínimamente razonables, lo que hace aún más urgente la respuesta: ¿cómo no ha sido derrocado un gobernante tan incompetente?

La segunda pregunta también es obvia: ¿qué pasará cuando desaparezca? Al fin y al cabo, se trata de un anciano enfermo de 79 años, aquejado de Parkinson, que exhibe síntomas clarísimos de demencia senil, y que ya ha sido víctima de varias isquemias cerebrales que le han ido afectando su capacidad para comunicarse. Balbucea, se repite, se vuelve incoherente, se confunde, y se muestra agresivamente malhumorado ante la menor contrariedad. Todavía habla ocho horas consecutivas, sin la menor piedad con la vejiga ajena, pero lo importante no es la resistencia de sus ejercitadas cuerdas vocales o de sus poderosos esfínteres, sino el contenido de sus discursos: es un pobre hombre que no cesa de decir tonterías, para vergüenza de una clase dirigente adiestrada en la obediencia a un líder carismático supuestamente infalible, y que ahora no sabe qué hacer frente a un viejito majadero y maniático que lo mismo diseña vacas enanas que les explica el insondable secreto científico de las ollas de presión.

La primera pregunta tiene una respuesta bastante sencilla: Castro ha durado casi cinco décadas en el poder, pese a ser un desastroso gobernante, porque ha crea-

do una hermética jaula institucional de la que no hay escape posible. Su permanencia no tiene nada que ver con su talento como líder, de la época en que vivimos, ni de sus habilidades como estratega. No son sus virtudes lo que lo sostienen, sino sus defectos: su falta de escrúpulos y su ilimitada capacidad para hacer daño, aun a los que lo rodean, como se comprobó con el fusilamiento de Arnaldo Ochoa, su mejor general.

Castro controla totalmente el parlamento, el sistema judicial, las fuerzas armadas y los medios de comunicación, mientras la policía política vigila, intimida y castiga a cualquier miembro de esa estructura de poder que se desplace un milímetro de la línea oficial. Los demócratas de la oposición --un puñado de mujeres y hombres extraordinariamente valientes--, permanentemente espiados y penetrados por los cuerpos de Seguridad, tampoco pueden moverse más allá de los estrictos límites que les señala el aparato, y, cuando lo hacen, los encarcela, maltrata o mata sin la menor compasión. ¿Por qué los cubanos no se quitan a Castro de encima? Exactamente por las mismas razones por las que los norcoreanos no se sacuden a Kim Jong-il: porque no pueden.

Sin embargo, tras su muerte todo comenzará a cambiar, probablemente a un ritmo muy rápido. ¿Por qué? Porque dentro de la clase dirigente hay una profunda desmoralización. No obedecen por convicción, sino por miedo, y porque saben que la dictadura ni siquiera deja espacio para la marginación voluntaria. O doblan la cerviz y aplauden, o los barren. Pero esa humillante situación comenzará a cambiar en el velorio del comandante, cuando todos, tirios y troyanos, sentirán un inmenso alivio en la medida en que el ataúd descienda dentro de la fosa y desaparezca la pesada mano con que el dictador les aprisionaba el cuello. Ese será el momento en que los reformistas del régimen --la inmensa mayoría-- y los demócratas de la oposición, organizada y pacíficamente comenzarán a desmantelar ese anacrónico manicomio.

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