Los
caminos (reales) de los sueños
Raúl Rivero, El
Nuevo Herald, 16 de abril de 2006.
M adrid -- Mi tío Eliécer Avila,
un guajiro terco que murió en Camagüey,
quería --en los años noventa-- que
volviera al poder en Cuba el doctor Ramón
Grau San Martín. Aquello sí era
un gobierno, se trabajaba y se vivía y
la tierra era de uno y la policía secreta
actuaba contra los delincuentes de verdad, decía
bajo un sombrero de paño azul sospechoso
y disuelto.
En plena Habana Vieja vive un hombre que se pasea
por los parques y bares de la ciudad en busca
de alguien que le escuche decir abiertamente:
No sé otros, pero yo, antes del 1959, siempre
viví mejor, y eso que mi familia vendía
duro frío y mi padre manejaba un fotingo.
Era libre --dice--, apolítico, lo mío
era hacerme tenedor de libros y comprarme a plazos,
con los primeros sueldos, un par de trajes y unos
Ingelmo para salir a ligar una chiquita y llevarla
al cine y al Ten Cent y a un baile el sábado.
Nada más. En eso nadie se metía.
La gente de la cuadra no sabía lo que yo
pensaba y no tenías un voluntario asomado
a las ventanas, dispuesto a informar de lo que
se comentaba en la familia.
En mi tiempo de preso en Canaleta conocí
a una hombre que se llama Antonio Falcón
o Federico Almanza o Juan José Canto y
al que le dicen el Arisco o Percherón o
el Lágrimas. Ese hombre tiene una fantasía
extraña sobre la nación que él
quiere que se instale en cuanto se derrumbe este
desastre.
¿Qué Cuba ve en sus sueños
cerrados? Compadre, explica, un país donde
haya circos ambulantes, los dueños te contraten
y no le pidan a uno un expediente de joven comunista
y de vanguardia o internacionalista. Un circo
pobre para trabajar la cuerda floja o el trapecio
y después retirarme de tarugo o de sereno
que dormita con una estaca muy cerca de la jaula
de los monos. Una carpa para andar de pueblo en
pueblo y conocerlo todo de Pinar a Santiago.
Emma Alpízar, la maestra de música
que nació en Artemisa, necesita una patria
en la que puedan vivir todos sus hijos. No quiere
hablar de ideologías. Aquí mismo
y así como estamos. Pobres y tristes, pero
todos juntos --dice ella, que se ha ganado un
doctorado en despedidas y otro en distribución
de la miseria--. Con mis cinco hijos cerca y con
mis nietos. No en esta división de la familia:
uno en México, dos en Miami y otros dos
resignados aquí adentro, comidos de necesidad
y casi presos.
Conozco hombres y mujeres que viven en Madrid,
Granada y Barcelona que sueñan con una
sociedad que se parezca a España y otros
que tuvieron que quedarse en Estocolmo y quieren
que algún día, mañana mismo,
en la isla se viva como en Suecia. Claro que sin
invierno, sin nieve. Con las palmas, las brisas
y el hervor del verano y la estabilidad de una
democracia que tiene repelente para los tiranos
y los intolerantes, rechazo institucional a los
verdugos, fobia a la mafia que secuestra naciones.
Conozco una señora (si me precisan puedo
escribir su nombre) que tiene el delirio de que
su tierra sea como cualquier lugar del mundo,
no importa latitud, ni continente, ni rango de
pobreza, ni el comportamiento de las temperaturas.
Eso sí, que no tenga que ver todos los
días al dictador y a sus sirvientes nacionales
y extranjeros contándonos en la radio,
los panfletos escritos y la televisión
lo felices que somos entre sus talanqueras.
Sé que hay sueños bilingües
que entrelazan historias personales y pedazos
de mapas improbables. Ilusiones donde aparecen
calles que de-
sembocan en la esquina del Orange Bowl; serventías
que van a dar a la Calle Ocho; patios de Kendall
que terminan sobre el río Almendares y
una corriente de aire libre que se puede respirar
a todo lo largo de la costa norte de La Habana.
Hay noches en las que Santa Clara y Santiago y
Limonar están más cerca de New Jersey,
Tampa y Hialeah que del terreno físico
que cubren en aquella querida geografía.
Un grupo muy pequeño, el que duerme en
los divanes de Palacio, comparte la misma ensoñación
de eternidad. Esos desvaríos son, para
la mayoría de los cubanos, una enorme pesadilla
encampanada. Todos los que están en contra
de esa alucinación de la nomenclatura,
de ese afán de mantener las ruinas, tienen
un país diferente en la cabeza.
Esas quimeras, esos países imaginarios
tienen mucho en común: la independencia,
las realizaciones personales, la necesidad de
libertad de la nación y, un elemento singular:
ninguna Cuba de las que se sueñan tiene
nada que ver con la real.
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