La
lenta muerte del Comandante
Carlos Alberto Montaner, El
Nuevo Herald, 27 de agosto de 2006.
La primera confirmación procedió
de Lula da Silva: Fidel Castro tiene cáncer.
Luego la cancillería brasilera desmintió
al presidente, pero era verdad. El Comandante
sangró, lo abrieron, y le encontraron un
cáncer extendido e incurable. Nada, por
cierto, extraño en un anciano de ochenta
años. El pronóstico es que tardará
poco en morir. Nadie se atreve a predecir una
fecha, pero los diplomáticos europeos acreditados
en Cuba, en voz baja, piensan que no verá
el 2007, aunque luego matizan la opinión:
"A esa edad el cáncer es lento''.
Curiosamente, en los cálculos de Castro
no entraba ese tipo de muerte. Se imaginaba su
desaparición como algo heroico, o como
un tirón súbito del corazón
o del cerebro que le arrebataba la vida, pero
nunca pensó que podía extinguirse
lentamente en una cama, en medio del sopor creciente
producido por un piadoso suero de morfina, incapaz
de decidir si intentaba o no prolongar su existencia
con inciertas y devastadoras dosis de quimio o
radioterapia, medidas que, además, le despojarían
el rostro de la barba que le ha servido como imagen
de marca durante medio siglo.
Ante la desesperada situación, Fidel se
deprimió. Suele ocurrir. Es muy triste
estarse muriendo y, encima, recibir la visita
de Hugo Chávez. Fidel, súbitamente,
dejó de ser uno de los hombres más
poderosos del mundo y se convirtió en un
anciano frágil e indefenso al que el imprudente
venezolano, en medio de una catarata de diminutivos
afectuosos, le apretaba la mano arrobado, pensando
que lo confortaba, cuando, en realidad, le infligía
una oscura forma de condescendiente humillación.
Raúl lo percibía, pero no podía
impedirlo. Nadie puede evitar la pegajosa efusividad
de Chávez. Raúl sabe que Fidel Castro
odia las manifestaciones de ternura, y mucho más
las muestras públicas de compasión
hacia su egregia persona. Cuando murió
Lina Ruz, la madre de ambos, su hermano le propinó
una reprimenda pública cuando él
se echó a llorar. Esas son debilidades
burguesas.
Una de las primeras disposiciones de Raúl
fue dar comienzo inmediatamente a las honras fúnebres.
¿Cómo? Orquestando una gigantesca
campaña nacional e internacional de homenajes.
Todo el mundo tiene que llorarlo. Los diplomáticos
y los agentes de influencia al servicio del gobierno
cubano recibieron una orden apremiante: ''Pidan
cartas de adhesión, declaraciones de afecto,
poemas, esculturas y todo género de muestras
de solidaridad''. En Brasil, el arquitecto Oscar
Niemeyer escribió un artículo plañidero.
En Ecuador, los partidarios de la dictadura reprodujeron
en la falda del Pichincha la firma del Comandante
a escala heroica. El uruguayo Mario Benedetti
escribió algo así como un poema.
Dentro de Cuba, la Unión de Escritores
puso a la firma un documento de emocionada reverencia
al líder de la revolución. Silvio
Rodríguez y Pablo Milanés le dedicaron
canciones y conciertos. Un señor que juega
al béisbol le ofreció sus jonrones.
Sin embargo, es muy posible que nada de esto
logre quitarle a Castro la sensación de
fracaso que probablemente siente. Cuando comenzó
la revolución, Fidel Castro estaba seguro
de que él sabía cómo convertir
a Cuba en una nación próspera y
desarrollada mientras comandaba al tercer mundo
en su violento asalto hacia la gloria. El Che
lo aseguró a principios de los sesenta
en Punta del Este: en 10 años Cuba supe-
raría la riqueza per cápita estadounidense.
A fines de los setenta, Fidel Castro se lo repitió,
aumentado, al historiador venezolano Guillermo
Morón: en una década vería
el hundimiento de Estados Unidos, mientras Cuba
tendría al Caribe como su mare nostrum.
No acertó. Estados Unidos es la única
superpotencia del planeta, mientras la nación
que deja Fidel Castro es un país harapiento
que hoy vive de la caridad venezolana, como ayer
lo hacía de la soviética. El inventario
de horrores es casi inigualable: más de
dieciséis mil muertos, fusilados, ahogados
y desaparecidos han sido documentados por el economista
Armando Lago y María Werlau, su principal
colaboradora. A lo largo del proceso han pasado
por las cárceles decenas de miles de presos
políticos (más de trescientos en
las cárceles de hoy día), incluidos
entre ellos a personas castigadas por ser homosexuales,
tener creencias religiosas o, simplemente, rechazar
la estupidez teórica marxista. Dos millones
de personas fueron despojadas de sus propiedades
y lanzadas al exilio. Se obligó a miles
de jóvenes a participar en absurdas guerras
africanas que duraron nada menos que quince años.
En suma: un infinito desastre material y espiritual.
¿Será capaz Fidel Castro, con un
pie en la tumba, de darse cuenta del enorme daño
que les ha hecho a los cubanos? No sé.
Me gustaría creer que sí. Sería
una forma peculiar de hacer justicia.
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