Hora
de esperanza
Daniel Morcate, El
Nuevo Herald, 17 de agosto de 2006.
''¿Quién garantiza
la vida del camarada Stalin?''. Beria
''Nadie se atreve''. Logzgachev
"Su muerte es inevitable''. Los médicos
(De archivos del Kremlin recién desclasificados)
Alos exiliados cubanos se les ha reprochado casi
todo: que organicen expediciones armadas contra
la dictadura de Fidel Castro; que le preparen
atentados al tirano; que denuncien sus atropellos
en foros internacionales; que promuevan presiones
políticas y económicas en contra
de su régimen; que le denuncien con firmeza;
y hasta que se acuerden de que fueron sus víctimas.
Por eso no ha de extrañarnos que algunos
les critiquen también por celebrar el lento
pero inocultable descenso del tirano hacia la
muerte a la que él ha mandado a miles.
Hay mucho que aprender, sin embargo, de ese afán
de reclamar circunspección en lo que a
todas luces debería ser una ocasión
de júbilo y esperanza para los amantes
de la libertad.
Llama la atención la virulencia con que
ciertos personajes, incluso desde el exilio mismo,
han atacado a los exiliados por alegrarse del
deterioro de su verdugo. Un motivo posible es
el temor de que esa alegría presagie una
celebración descontrolada en Cuba cuando
Castro, en efecto, desaparezca. Algunos compatriotas
me han expresado esa inquietud y recordado que
en el pasado muchos festejaron con saqueos, golpes
y linchamientos la caída de otros tiranuelos
que asolaron la isla. Esa preocupación
se refleja también en el histriónico
fervor procastrista que en estos días manifiestan
los comecandelas en Cuba. Pienso, sin embargo,
que los desmanes a menudo brutales que durante
casi cinco décadas ha perpetrado la dictadura,
y su proclividad a las guerras y al terrorismo,
tienen que haber saturado de violencia a la mayoría
de los cubanos.
Muchas quejas contra los exiliados provienen
de oportunistas que pretenden hacer méritos
entre los repartidores de poder que ha designado
Castro para cuando le llegue la cita inevitable
con la muerte. Esta impostura, de una vileza sin
paliativos, es común entre antiguos cómplices
de la dictadura que siempre han sentido mayor
afinidad con los verdugos que con las víctimas,
aunque ahora vivan entre nosotros. Conviene tomar
nota de sus invectivas porque con cinismo aspiran
a reciclarse como falsos conversos en una futura
democracia. Si se salen con la suya, podrían
convertirse en nuestros Slobodan Milosevic o Daniel
Ortega. Y emponzoñar con su veneno la transición.
Del júbilo exiliado también se
han quejado familiares de Castro, lo que se entiende,
aunque mucho hay que decir a favor de la idea
de que familia, lo que se llama familia, es mucho
más que la circunstancia accidental de
compartir los mismos genes y sangre; y se han
quejado cómplices cercanos del tirano que
se juegan sus privilegios y su libertad. Soy consciente,
sin embargo, de que también deploran nuestro
entusiasmo otros cubanos a los que Castro les
deformó la personalidad y les destruyó
la autoestima. Querían ser esclavos y el
tirano los complació. Por eso hoy le cantan
y le bailan con abyección mientras le desean
vida eterna.
Ante la imposibilidad de someterle a un tribunal,
hay cierta justicia poética en que millones
de víctimas de Castro puedan verle consumirse
poco a poco. Los exiliados no tienen que disimular
su júbilo como se ven obligados a hacer
sus compatriotas aherrojados. Que cada uno disfrute
a su modo el espectáculo, siempre y cuando
lo haga dentro de la ley. La muerte es el único
aspecto de la vida de un tirano que merece festejarse.
Lo demás es complicidad, adulación
o masoquismo.
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