Dos
hermanos con una sola sed de poder
Jorge Edwards, El
País. Publicado en el El Nuevo Herald,
13 de agosto de 2006.
Amediados de febrero de 1971, cuando llevaba
casi tres meses en Cuba como representante diplomático
de Chile, me tocó entrar en contacto con
Raúl Castro para organizar la visita del
buque escuela Esmeralda a La Habana. Era la primera
visita oficial de un barco de la escuadra chilena,
después de largos años de ruptura
de relaciones, y el Gobierno revolucionario le
daba gran importancia al asunto. Había
que evitar a toda costa que los trescientos o
cuatrocientos jóvenes oficiales y grumetes
en viaje de instrucción transmitieran una
imagen negativa de la Revolución Cubana
a su regreso a Valparaíso. El presidente
Allende en persona había acudido a despedir
el barco y se había comunicado por teléfono
con Fidel Castro para recomendarle la máxima
atención al tema. Y Fidel y Raúl
estaban pendientes, con las pilas puestas, como
decimos nosotros, dispuestos a emplear todos sus
poderes de seducción, que en aquellos años
no eran pocos, frente a los chilenos.
Yo había conversado largamente con Fidel
en la primera noche de mi llegada a La Habana
y había podido sacar conclusiones diversas
acerca del personaje. A uno lo citaban en un lugar
y a una hora determinada y el encuentro terminaba
por producirse en otro y varias horas más
tarde. Los ayudantes, los funcionarios, la gente
de protocolo, le decían a uno al oído
que todo esto obedecía a normas de seguridad,
pero también se podía concluir que
era una cuestión de temperamento, de gusto,
de afición a lo repentino y a lo secreto.
Después, durante la reunión misma,
nunca faltaba algún elemento de sorpresa,
un golpe de teatro. Yo, recién llegado
a mi hotel al final de un largo viaje, cerca de
la medianoche, seguía un discurso del Comandante
por la televisión cuando el director de
Protocolo me llamó para llevarme a cenar
en la ciudad. [. . .] Cruzamos La Habana a una
velocidad vertiginosa, en el escarabajo VW del
director, y en vez de llegar a un restaurante
me hicieron entrar a las bambalinas de un gran
teatro. Al otro lado de las pesadas cortinas de
terciopelo granate se escuchaba la misma voz que
había escuchado en el televisor de mi hotel.
Terminó el discurso, hubo nutridos aplausos
y el Comandante en Jefe apareció detrás
de las cortinas. Si hubiera sabido que había
llegado, me dijo, habría roto el protocolo
y lo habría llevado a la tribuna. Habló
con otras personas, entre ellas con el político
chileno Baltazar Castro, y desapareció
seguido de su séquito por una portezuela
que daba a la calle.
''Ahora te voy a llevar a una entrevista en el
diario Granma'', me dijo entonces Meléndez,
el de Protocolo.
''¿No es un poco tarde para entrevistas?'',
tuve la ingenuidad de preguntar, mirando mi reloj.
Pero la hora, en las revoluciones, tenía
otro sentido. Y un rato más tarde me encontraba
sentado en la dirección del Granma, frente
a un grupo de periodistas que sonreía y
me hacía preguntas vagas sobre mi viaje.
Hasta que se abrió una puerta lateral,
entró Fidel Castro y se sentó en
una silla que estaba al lado de la mía.
De las bambalinas del teatro anterior pasábamos
a un escenario más privilegiado y exclusivo.
En medio de la conversación, Fidel de repente
dio un salto. ¿Cómo era posible
que no hubiera vino chileno en la mesa? Se abrieron
otras puertas, como si el guión estuviera
bien estudiado, y entraron botellas de un vinillo
que producía Baltazar Castro, el político
que acababa de conversar con Fidel. La conversación,
a todo esto, ya había adquirido otro tono.
Dije que podía encargarme de que se exportaran
vinos chilenos de mejor calidad a la isla y Fidel
replicó: ''Tú eres encargado de
negocios, pero de negocios no sabes nada, porque
eres escritor''. Me reí bastante, ya que
Baltazar Castro, don Balta, también era
escritor, novelista prolífico, aunque,
en honor a la verdad, más bien mediocre
en su manejo de la escritura. ''¡Estos escritores
chilenos son unos diablos!'', exclamó entonces
Fidel, de humor excelente, y la conversación
se prolongó hasta altas horas de la madrugada.
Llegué a una entrevista de trabajo con
Raúl Castro, en vísperas del arribo
del buque escuela, y empecé a comprobar
que el ministro de las Fuerzas Armadas era el
exacto reverso, casi la antípoda, de su
famoso hermano. Tuve la impresión, incluso,
de que manipulaba el contraste en forma deliberada.
Ser hermano del Líder Máximo no
debía de ser fácil, y el juego de
las oposiciones probablemente ayudaba a mantener
el tipo. Sonó la hora precisa de la cita
y la puerta del despacho ministerial se abrió.
Raúl, mucho más bajo que Fidel,
más pálido, lampiño, en contraste
con la barba guerrillera, frondosa y famosa, del
otro, era un hombre amable,que hasta podía
resultar simpático, pero de una cordialidad
evidentemente fría. Estaba sentado detrás
de una mesa de escritorio pulcra, impecablemente
ordenada, y supe que ahí no cabía
esperar sorpresas ni golpes de efecto de ninguna
especie. Sus servicios, entretanto, lo habían
previsto todo: la entrada del barco al muelle,
el transporte por tierra de la tripulación,
el programa oficial hasta en sus menores detalles.
Habría que asistir a tales y cuales ceremonias
y pronunciar tales y cuales discursos de tantos
minutos de duración cada uno. El personal
a cargo tendría las respectivas ofrendas
florales preparadas. Y el ministro procedió
a entregarme carpetas cuidadosamente preparadas
con el programa, mapas de acceso, credenciales,
contraseñas. Convenía, dijo, antes
de la despedida, que se produjo al cabo de media
hora justa de reunión, que visitara los
recintos de la Marina de Cuba, donde los radares
registraban minuto a minuto la navegación
del barco nuestro. Lo hice, desde luego, y debido,
quizá, a mi total ignorancia, me quedé
asombrado por el control perfecto de la situación
del buque en los mares caribeños.
Los marinos chilenos visitaron instalaciones
militares guiados por Raúl Castro y debo
decir que hicieron comentarios sorprendidos y
hasta elogiosos de la eficacia defensiva de lo
que habían visto. En esta etapa, la voz
cantante en el proceso de seducción de
los oficiales de la Esmeralda, la sirena de turno,
era Raúl, no su hermano Fidel. Pero hubo
más tarde un detalle revelador. Ernesto
Jobet, el comandante de nuestro barco, ofreció
una recepción a todo el Gobierno y el cuerpo
diplomático. Ahí hubo roces y tropiezos
de toda clase y a cada rato. Protocolo me pedía
permiso para hacer una completa inspección
del buque por motivos de seguridad. El comandante
Jobet contestaba que por ningún motivo:
él, en su calidad de anfitrión,
respondía por la seguridad de sus invitados.
Y jamás, por razones de principio, admitiría
el ingreso a su barco de gente armada. El día
de la recepción, Fidel Castro apareció
en el muelle de repente y subió en compañía
de una escolta provista de grueso armamento. Fue
un momento de tensión extraordinaria. Media
hora más tarde ingresó con toda
su escolta a la sala privada del comandante chileno.
Se produjo ahí una situación notable:
el comandante Jobet, con un gesto, le pidió
a Castro que expulsara a los intrusos, y éste,
con un dedo, les ordenó retirarse. La reunión
no podía partir en un ambiente peor. Pero
Fidel, al poco rato, tuvo una idea brillante:
invitó a Ernesto Jobet a jugar una partida
de golf a la mañana siguiente y todos los
tropiezos del día quedaron aparentemente
superados.
Me imagino que Raúl Castro, con buen olfato,
previó estos problemas de antemano. De
todos los personajes importantes invitados a la
fiesta del buque escuela, fue el único
que no asistió. A pesar de haber sido el
organizador de la gira. No quería provocar
conflictos y prefirió, una vez más,
asumir un perfil bajo. No le gustaba, sin duda,
estar en el mismo barco en compañía
del hermano mayor, sobre todo cuando el otro acaparaba
todas las cámaras.
En buenas cuentas, la actitud de Raúl
fue prudente y astuta, además de organizada.
Fidel y su escolta, en cambio, metieron la pata
a cada rato. Pero Fidel, con su chispa, con su
sorprendente invitación a un deporte británico
y tradicional, ganó la partida. Al menos
en el primer momento. Dos días después,
cuando el buque se preparaba para zarpar, Ernesto
Jobet impartía terminantes instrucciones
a sus subordinados para que escribieran cartas,
todas las cartas que pudieran, a sus familiares
y amigos. Era una operación discreta y
eficaz de contrapropaganda. Algunos grumetes habían
sido invitados en la calle a la casa de un médico
cubano y habían comprobado con extrañeza
que no estaba en condiciones de ofrecerles una
modesta cerveza o una taza de café. ¡Cuéntenlo
todo!, exclamaba Jobet, con una sonrisa socarrona.
Alrededor de tres años más tarde,
se supo que la Marina había sido la primera
en iniciar, con veinticuatro horas de anticipación,
las operaciones que condujeron al golpe de Estado
contra Allende. Pensé en los tripulantes
de la Esmeralda y en la posibilidad de que alguno,
más de alguno, estuviera implicado en ese
proceso. Era una historia terrible: un reflejo
lateral, menor, pero no por eso menos dramático,
de un gran conflicto político del siglo
XX. En el episodio de la visita de los marinos,
según mi balance final, Raúl había
sido prudente, además de ausente cuando
convenía, y Fidel había sido teatral,
excesivo, palabrero, improvisador. Ninguno de
los dos, en cualquier caso, habría podido
evitar nada, y temo que sus amigos chilenos tampoco.
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