Izar
la bandera
Manuel
Vázquez Portal,
El Nuevo Herald, 9 de octubre de 2005.
En estos tiempos de gorja y rapideces, globalizaciones,
postmodernidad y olvidos puede parecer obsoleto
cantar el himno e izar la bandera nacional en
una ciudad lejana de la patria. Sin embargo un
gran número de cubanos fervientes, inspirados
por la incansable Regla González, lo hacen
cada año en la plaza frente al City Hall
de Boston para recordar aquel 10 de octubre en
que las campanas del ingenio La Demajagua tañeron
anunciando que Cuba no seguiría siendo
esclava.
Allá me fui y nunca me sentí más
cubano. Me vi sin patria, es cierto; los cipreses
ondulantes junto a las bellísimas casas
de estilo victoriano, el lago plateado y relumbrante,
salpicado de velas blanquísimas, no eran
mis bohíos ni mis algarrobos, mis ríos;
pero también sin amo. Nadie me obligaría
a un discurso interminable y soso. A un rostro
diabólico desmayando los micrófonos
tras un podio engalanado de consignas feroces,
a manos hipócritamente trémulas
tras la monserga alelante. Nadie nos llevó
bajo la presión del temor. No había
Comités de Defensa de la Revolución
llamando, imperiosamente, a nuestras puertas.
No estaban los directores de escuela pasando lista
de asistentes. No había gerentes de hoteles,
con ceño amenazante, recordándonos
que nuestro puesto de trabajo, con acceso a divisas,
peligraba si osábamos no asistir. No había
sindicatos acechantes, lápiz en mano, para
informar al único, absoluto patrón
de nuestra ausencia. Allí estábamos
llevados por el amor, invitados por una dulce
mujer a la que no han podido sacarle a Cuba del
corazón. Fuimos convocados, no movilizados.
No éramos heroicos soldados numantinos
en ninguna batalla. Eramos unos pobres seres humanos
con los ojos húmedos, mirando ascender
por el asta prestada por un país noble,
nuestra bandera; ésa que al decir de Bonifacio
Byrne, no había sido jamás mercenaria
pero que vio morir luego en Etiopía, Angola
y Somalia a cientos de cubanos.
La bandera subió a saludar un sol, que
aún de otoño, parecía caribeño.
Bello era el día, y estaba de parte de
nosotros. La luz bruñía los cristales
de los altos edificios. Un aire tibio, raro en
octubre, nos animaba la sangre. Los transeúntes
nos saludaban con afecto al pasar. Y no sólo
cubanos escucharon el mensaje que desde Cuba,
vía telefónica, enviaron las Damas
de Blanco en la voz de Laura Pollán, la
esposa de Héctor Maseda, periodista cubano
encarcelado cuando la primavera negra. Había
dominicanos y puertorriqueños y estadounidenses
y peruanos y hondureños. Y allí
estaban abuelos, con más de cuarenta años
de destierro, con sus hijos, con sus nietos, hechos
un abrazo para mandarlo a los presos políticos
cubanos. Parecían labradores sembrando
libertad y amor en los más jóvenes.
Y una niña de gorro frigio, envuelta en
una bandera cubana, diciendo versos de poetas
de ayer. Y como un haz de sueños, de esperanzas,
después que las autoridades de la ciudad
nos congratularon con su presencia y su palabra,
nos fuimos a La Cena Martiana.
Y la prédica de Martí volvió
a resonar en los oídos de los presentes.
Se citaron sus versos, se desbridó su pensamiento,
parecía pasearse entre nosotros con su
traje oscuro y su lenguaje claro. Se observó,
conmovidos todos, el documental Paraíso
Traicionado del realizador cubano Eduardo Palmer.
Se escribieron mensajes de aliento para aquellos
compatriotas que aún sufren cárcel
por luchar por sus derechos. Parecía el
maestro explicarnos que Boston y Yara se habían
edificado para que en ellas naciera la independencia.
Y no volvió fosco a un rincón, espantado
de todo, sino que nos animó a bailar salsa
y reguetón y a que Celia Cruz y Willy Chirino
nos hicieran despojarnos de la chaqueta sobria
para que sudáramos el son y la guaracha,
a que nos contáramos chistes y riéramos.
Que la patria interior del cubano es alegre y
en ella no puede imponer su imperio ningún
tirano.
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