HISTORIA
El
gran crimen de Lenin
Tania Díaz Castro LA HABANA, Cuba - Mayo (www.cubanet.org)
- Siendo jefe máximo del gobierno soviético, Vladimir Ilich Lenin
expresó claramente que hacían falta diez San Francisco de Asís
para borrar tanto odio acumulado y tanta sangre derramada en el seno de la sociedad
rusa. ¿Acaso también se refería a su gran crimen? En
1917 la insurrección de Petrogrado obligó a Nicolás II, zar
de Rusia, a dejar el trono. Él y su familia fueron trasladados a una casa
de la calle Vosnesensky, en la ciudad de Yekaterinburg. Allí sufrió
maltratos por parte de los soldados que custodiaban la vivienda; allí recibió
a la muerte este hombre de carácter débil, triste, solitario, según
los historiadores. La madrugada del 16 de julio de 1918 todos fueron asesinados.
Primero sus cuatro hijas adolescentes, Olga, Tatiana, María y Anastasia;
luego Alexandra, la zarina, y su hijo de diez años, y por último
Nicolás II; su médico de cabecera, el Dr. Botkin; los sirvientes
Demidova, Charitonov y Trupp, y los dos perros, mascotas del niño. Muchos
años después pudo saberse que la noche del día 16 habían
sido despertados violentamente. El comisario Jurovski había dado la orden
de matarlos, a los once. Y los miembros del Ejército Rojo comenzaron a
disparar. Cuando los cuerpos cayeron al piso, agonizantes, fueron rematados a
bayonetazos. El comisario de Yaketerinburg había recibido la orden
de Moscú, de la oficina del jefe supremo del Partido y el gobierno, Vladimir
Ilich Lenin, quien no ocultó nunca que estaba a favor de la pena de muerte. La
prensa moscovita anunciaba en forma lacónica que la sentencia de muerte
dictada contra el zar Nicolás II había sido cumplida la madrugada
del 16 de julio, y que su esposa y el niño habían sido trasladados
a un lugar seguro. El lugar seguro era la muerte. La prensa revolucionaria
de Lenin mentía, como mintió cuatro años después uno
de los líderes del Soviet Supremo, cuando en una conferencia en Ginebra
respondió a un grupo de periodistas extranjeros que el zar estaba muerto,
pero que el destino de la zarina y de sus hijos él lo desconocía.
"Creo -expresó- que fueron trasladados a otro país". Mucho
después se supo que tres líderes soviéticos habían
formado parte de la masacre de la familia real, además de Jurovski, Voikov
y Beloborodov. En 1925, siendo Voikov ministro de la Unión Soviética
en Varsovia, y mientras participaba de una fiesta en la embajada soviética,
comenzó a gritar que el anillo de rubíes que llevaba en la mano
se lo había arrancado a una de las hijas del zar antes de matarlas. Los
allí presentes atribuyeron sus palabras a su estado de embriaguez, pero
¡vaya usted a saber si fue que los recuerdos lo atormentaban tanto que no
podía callar lo que guardó en secreto el Kremlin durante décadas! Un
poco antes, en 1919, se conocieron las declaraciones de Effetemov, un agente de
la Cheka que había formado parte de la masacre. En sus notas encontradas
escribió que las hijas del zar lloraban cuando se dieron cuenta de que
iban a morir, que la zarina, al contemplar los cadáveres de sus hijas,
había gritado trastornada y que aferrada al cuerpecito de su hijo los habían
acribillado a balazos a los dos. Los escritos de Effetemov terminaban describiendo
la sangre esparcida por la habitación del sótano donde se cometió
la masacre. Años después de la muerte de Lenin, y durante
las purgas de Stalin, una pordiosera rusa de nombre Gusseva recorría las
calles de Moscú relatando macabras historias sobre el asesinato de la familia
Romanov. Se detenían los transeúntes para escuchar cómo aquella
mujer, bella en su juventud, según ella decía, había sido
amante de un alto oficial soviético que le había pedido transportar
la cabeza de Nicolás II hasta el Kremlin, donde otros testigos aseguran
haberla visto dentro de una urna de cristal oculta en la sede del Soviet Supremo. Si
la pordiosera rusa decía la verdad, no lo sabemos. Pero sí es noticia
que gracias a informes desclasificados de la KGB, los restos de la familia real
fueron encontrados y trasladados en 1988 a San Petersburgo, la capital de los
antiguos zares, donde recibieron sepultura. También, y para sorpresa
del mundo entero, se ha vuelto a instalar el símbolo de la Rusia imperial,
un águila bicéfala, a la entrada del Palacio de Invierno, restaurado
a un costo de decenas de millones de dólares.
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