PRENSA INDEPENDIENTE
Mayo 30, 2005
 

HISTORIA
El gran crimen de Lenin

Tania Díaz Castro

LA HABANA, Cuba - Mayo (www.cubanet.org) - Siendo jefe máximo del gobierno soviético, Vladimir Ilich Lenin expresó claramente que hacían falta diez San Francisco de Asís para borrar tanto odio acumulado y tanta sangre derramada en el seno de la sociedad rusa. ¿Acaso también se refería a su gran crimen?

En 1917 la insurrección de Petrogrado obligó a Nicolás II, zar de Rusia, a dejar el trono. Él y su familia fueron trasladados a una casa de la calle Vosnesensky, en la ciudad de Yekaterinburg. Allí sufrió maltratos por parte de los soldados que custodiaban la vivienda; allí recibió a la muerte este hombre de carácter débil, triste, solitario, según los historiadores.

La madrugada del 16 de julio de 1918 todos fueron asesinados. Primero sus cuatro hijas adolescentes, Olga, Tatiana, María y Anastasia; luego Alexandra, la zarina, y su hijo de diez años, y por último Nicolás II; su médico de cabecera, el Dr. Botkin; los sirvientes Demidova, Charitonov y Trupp, y los dos perros, mascotas del niño.

Muchos años después pudo saberse que la noche del día 16 habían sido despertados violentamente. El comisario Jurovski había dado la orden de matarlos, a los once. Y los miembros del Ejército Rojo comenzaron a disparar. Cuando los cuerpos cayeron al piso, agonizantes, fueron rematados a bayonetazos.

El comisario de Yaketerinburg había recibido la orden de Moscú, de la oficina del jefe supremo del Partido y el gobierno, Vladimir Ilich Lenin, quien no ocultó nunca que estaba a favor de la pena de muerte.

La prensa moscovita anunciaba en forma lacónica que la sentencia de muerte dictada contra el zar Nicolás II había sido cumplida la madrugada del 16 de julio, y que su esposa y el niño habían sido trasladados a un lugar seguro.

El lugar seguro era la muerte. La prensa revolucionaria de Lenin mentía, como mintió cuatro años después uno de los líderes del Soviet Supremo, cuando en una conferencia en Ginebra respondió a un grupo de periodistas extranjeros que el zar estaba muerto, pero que el destino de la zarina y de sus hijos él lo desconocía. "Creo -expresó- que fueron trasladados a otro país".

Mucho después se supo que tres líderes soviéticos habían formado parte de la masacre de la familia real, además de Jurovski, Voikov y Beloborodov. En 1925, siendo Voikov ministro de la Unión Soviética en Varsovia, y mientras participaba de una fiesta en la embajada soviética, comenzó a gritar que el anillo de rubíes que llevaba en la mano se lo había arrancado a una de las hijas del zar antes de matarlas. Los allí presentes atribuyeron sus palabras a su estado de embriaguez, pero ¡vaya usted a saber si fue que los recuerdos lo atormentaban tanto que no podía callar lo que guardó en secreto el Kremlin durante décadas!

Un poco antes, en 1919, se conocieron las declaraciones de Effetemov, un agente de la Cheka que había formado parte de la masacre. En sus notas encontradas escribió que las hijas del zar lloraban cuando se dieron cuenta de que iban a morir, que la zarina, al contemplar los cadáveres de sus hijas, había gritado trastornada y que aferrada al cuerpecito de su hijo los habían acribillado a balazos a los dos.

Los escritos de Effetemov terminaban describiendo la sangre esparcida por la habitación del sótano donde se cometió la masacre.

Años después de la muerte de Lenin, y durante las purgas de Stalin, una pordiosera rusa de nombre Gusseva recorría las calles de Moscú relatando macabras historias sobre el asesinato de la familia Romanov. Se detenían los transeúntes para escuchar cómo aquella mujer, bella en su juventud, según ella decía, había sido amante de un alto oficial soviético que le había pedido transportar la cabeza de Nicolás II hasta el Kremlin, donde otros testigos aseguran haberla visto dentro de una urna de cristal oculta en la sede del Soviet Supremo.

Si la pordiosera rusa decía la verdad, no lo sabemos. Pero sí es noticia que gracias a informes desclasificados de la KGB, los restos de la familia real fueron encontrados y trasladados en 1988 a San Petersburgo, la capital de los antiguos zares, donde recibieron sepultura.

También, y para sorpresa del mundo entero, se ha vuelto a instalar el símbolo de la Rusia imperial, un águila bicéfala, a la entrada del Palacio de Invierno, restaurado a un costo de decenas de millones de dólares.


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