Martí:
siempre solo en su grandeza
Luis Aguilar León. El
Nuevo Herald, 22 de mayo de 2005.
No, no lo busquéis entre los grandes autores
de la humanidad, entre los clásicos del
pensamiento traducido, citado, iluminando senderos
a la juventud pensante. Martí no está
ahí.
A pesar de la devoción de los cubanos,
a pesar de los homenajes más o menos retóricos
de algunas minorías latinoamericanas, Martí
sigue ignorado, recóndito, solo en su grandeza,
al margen de los laureles internacionales. Y,
aunque nos duela, acaso es justo y natural que
así sea. Porque como los cuerpos físicos,
tienen también las almas su gravitación
ineludible, y Martí gravitó toda
su vida hacia una casi agónica soledad.
Más allá del patriota, más
allá del apóstol, más allá
del orador y del poeta, hay un Martí que
permanece en la sombra, que esquiva el pleno conocimiento,
que se hunde en sí mismo para que no le
lean los rasgos.
Era en verdad una criatura extraña ese
José Martí y Pérez. Nació
con un don radiante que desde niño desconcertaba
a los que le rodeaban; una fastuosa capacidad
de amar. Un poema infantil, lleno de ingenuo patriotismo,
hizo que la realidad le golpeara brutalmente el
rostro. Fue condenado a trabajos forzados en prisión.
Libre ya, en España, con la cicatriz del
grillete lacerándole la pierna, José
Martí quiso estampar en tinta sus llameantes
impresiones. Cariño hacia los presos, compasión
por los carceleros, extrañas reacciones
de un adolescente macerado cuya pluma podía
llamear en justa ira. Pero es que, aunque Martí
ha visto el rostro granítico de la realidad
y sabe ya que la vida no es amor incandescente,
sabe también, acaso intuye, que la vida
tampoco es eso sólo. Como en un deslumbramiento,
Martí ha descubierto que no puede odiar.
De ahí en adelante comienza a recoger
sus caudales de amor. Por Cuba y para Cuba en
su pluma llamean argumentos, forja una prosa nueva,
reverberante, donde las frases se enciman como
en tempestad de ideas, y el esfuerzo se torna
devoción y sacrificio permanente.
Por Cuba, por el amor sublimizado, Martí
sacrifica sus otros amores, su enorme talento,
su hogar, la proximidad de su hijo, la intimidad
de sus amigos. Desgarrándose a sí
mismo, entregándolo todo, se va quedando
solo.
Mientras tanto, su energía exterior es
asombrosa. Siembra ideas, escribe artículos,
une a los exiliados, levanta los ánimos
caídos, refrena a los impetuosos. El es
alma y cuerpo de todo un movimiento, de un partido,
de una idea, de una patria.
Así va consumiendo su propia grandeza,
dejando a medias la universalidad de su mensaje,
clavando en la patria todo lo que su alma podía
dar al mundo queriendo hacer de Cuba la tribuna
de su más íntimo mensaje: sólo
el dar enriquece.
De ahí también su anécdota
más bella. Se había organizado un
mitin cubano en una casa amiga en Nueva York.
La noche señalada, la nieve cayó
silenciosa e implacable. Cuando Martí llegó
al hogar fraterno, hileras de sillas vacías
se desplegaban frente a la pequeña tribuna
y a la bandera cubana. Martí se despojó
del humilde gabán, se aproximó a
la estufa y dejó escapar un gran suspiro.
La cocinera de la casa, negra y cubana, le trajo
un vaso de ginebra. El cuerpo enfermo y exhausto,
para sonrojo de los maldicientes que tal bebida
le critican, le reclamaba ya estímulos
físicos para seguir andando. ''Maestro'',
le confesó la cocinera, ''qué pena
quedarme sin oírlo. ¡Qué pena!''.
Martí la miró con aquellos ojos,
sus ojos insondables, apuró el trago y
le respondió suavemente: "Siéntese,
por favor''.
Habló de Cuba, del sacrificio, de la vida
y de la muerte. Habló como si todos los
exiliados estuvieran presentes, como si Cuba misma
pudiera oírlo, como si toda ''su América''
estuviera escuchando. Habló para todos
los seres humanos, como quien anda ya al borde
de la despedida definitiva, como quien ya casi
no tiene amarras en el mundo.
Cuando terminó, la cocinera sollozaba
y el dueño de la casa quedaba deslumbrado
y absorto en un rincón de la sala. Martí
suspiró de nuevo, tomó su pobre
gabán y se perdió en la noche inclemente.
Se iba como había llegado, solo. Iba en
busca de la última cita, de la hora que
ya sabía él que se le aproximaba.
Hacia ella marchaba como él mismo se había
forjado, solo, doblado sobre su propio sacrificio,
en diálogo consigo mismo.
Detrás dejaba una sala vacía, una
mujer conmovida y un mensaje de amor lanzado a
plenitud, allí donde los hombres no podían
oírlo.
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