La
estación equivocada
Gina Montaner, El
Nuevo Herald, 4 de julio de 2005.
''Lamento ser el portador de malas noticias,
pero es que Bragado ha muerto'', me dijo Juan
Manuel Cao al otro lado del teléfono. Recién
había llegado de Madrid recubierta de nostalgia
y brumas. Sentí aún más pena
al escuchar a Cao, cuyo tono oscilaba entre el
estupor y la tristeza al recordar los buenos momentos
que en el exilio había compartido con Reinaldo
Bragado Bretaña.
Ahora que ya no está entre nosotros, me
gusta más que nunca llenarme la boca con
la sonoridad de su nombre, que era como soñado
para ser un personaje de novelas. ''Bragado Bretaña'',
perfecto para un poeta, un fabulador, un agitador
político. No fui su amiga del alma, ni
lo frecuenté en La Habana Vieja que nunca
llegué a conocer. Y no fue sino en su velorio
donde supe por sus buenos amigos que Bragado era
un amante de los animales y que su perro fiel
se llamaba Outsider. Un concepto que le era familiar
y en la diáspora se aferró al recuerdo
de su ciudad natal con devoción religiosa.
Su obra literaria es una invocación constante
de La Habana, de donde Reinaldo Bragado Bretaña
en verdad nunca se fue.
La última vez que hablé largamente
con él fue en un viaje a Madrid al que
iba junto a Enrique Patterson, Rolando Béhar
y Cao para participar en un seminario sobre el
futuro de Cuba. En el vuelo Bragado se mostró
hablador, bromista y con ganas de rememorar su
estancia en la cárcel castrista. Nos contó
del motín que dirigió en La Cabaña
y cómo se enfrentó a los guardias.
Reinaldo lo relataba con viveza, tal vez porque
a pesar de los infortunios de aquellos tiempos,
irónicamente éstos representaron
los mejores años de su vida: el valor de
la resistencia, de la trasgresión y de
la preservación moral enfrentados al espasmo
represivo. No fue por casualidad que terminara
colaborando con Ricardo Bofill en el Comité
pro Derechos Humanos y que formara parte de Pro
Arte Libre. Fue, junto a un puñado de hombres
y mujeres, de los pocos que dio la cara por la
libertad en una de las épocas más
tenebrosas del castrismo.
Ahora que la sempiterna melena larga y lacia
de Reinaldo Bragado Bretaña no volverá
a asomarse en una librería de Miami, José
Abreu, otro importante novelista cubano, me comenta
que días antes de su muerte Reinaldo le
dijo que le tranquilizaba saber que le sobraba
tiempo para ver el fin del castrismo. Pero, como
a veces ocurre en la literatura, el desenlace
ha sido otro. Bragado sabía mucho de tretas
literarias, pues ejerció hasta el final
su oficio de escritor. Ninguna vicisitud lo apartó
de su vocación y su notable obra es el
legado de su laboriosidad y tesón.
La otra noche sus seres queridos le dedicaron
palabras muy sentidas en la despedida final. Aunque
en mi caso sólo tuve oportunidad de departir
con él en varias ocasiones, no quiero dejarlo
marchar sin dedicarle estas líneas a modo
del obituario que en Cuba nadie le va a hacer
en la prensa escrita o en el telediario de la
noche.
Si Reinaldo Bragado Bretaña tuviera un
país como Dios manda, su desaparición
se habría reseñado en las revistas
literarias y el mundo intelectual le habría
brindado un adiós decente. Pero aquello
es un estercolero y el hedor de la abyección
atufa a los que muerden el polvo como Abel Prieto,
Pablo Armando Fernández o los Barnet de
turno. Salivazos oficiales y oficiosos de un gobierno
oprobioso.
Como una premonición de su propia suerte,
el título de una de las obras de Reinaldo
Bragado Bretaña es La estación equivocada.
Se nos fue antes de tiempo. Unas cuantas paradas
antes de su destino. Lo echaremos de menos. Rebelde
y alado. Sonoro su nombre.
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