Alejo Carpentier, entre
la historia y el mito
Se han cumplido cien años
del nacimiento del gran escritor cubano cuya obra,
marcada por el estilo neobarroco de una prosa
lujosa y musical, sentó las bases de lo
que sería el boom de la literatura latinoamericana.
Su adhesión a Fidel Castro, del que fue
funcionario, no alteró su estética,
en la que prevalecen los valores literarios sobre
la ideología
Miguel Angel Caminos. La
Nación, Argetnina, 9 de Enero de 2005.
El prestigio literario que ostenta Alejo Carpentier
pareciera alejarlo de las simpatías -o
antipatías- que se crean alrededor de los
escritores de fuerte compromiso ideológico.
Pocos supieron como él deslumbrar por el
peso de una narrativa cuyos signos son la presencia
latinoamericana y, casi en estrecha relación,
el cultivo de una estética barroca. Lo
primero elude la paradoja de un autor que, en
cierto modo, estuvo más cerca de lo europeo
que de lo americano: vivió en París
por más de 40 años. Lo segundo,
la estética neobarroca, es aquello que
lo torna inconfundible a la hora de exponer sus
méritos. Fue Carpentier -aunque también
hay que citar por cierto a Miguel Angel Asturias-
quien sentó las bases sobre las cuales
habría de erigirse luego el fenómeno
del boom de los años 60. Es mucho lo que
heredaron de él García Márquez,
Carlos Fuentes, Vargas Llosa y el propio Juan
Rulfo.
Alejo Carpentier, que había nacido en
La Habana el 26 de diciembre de 1904, conoció
la cárcel a temprana edad por su oposición
a la dictadura de Gerardo Machado. Fueron siete
meses, cuando aún no tenía 20 años,
que le hicieron pensar en el exilio como en algo
inevitable. Su destino no podía ser otro
que Francia, el país natal de su padre.
Allí llegó gracias a la ayuda del
poeta Robert Desnos y, al poco tiempo, estuvo
en contacto con los surrealistas, sobre todo con
André Breton y Jacques Prévert.
Pero, sin duda, su mirada literaria estaba en
otro lado: entre idas y venidas de París
a La Habana fue encontrando el tono de sus textos,
un tono unido a la experiencia del lenguaje y
a la nostalgia por la cultura latinoamericana.
De lo telúrico a lo universal
En el prólogo a El reino de este mundo
(1949), una de sus obras más significativas,
inspirada en un viaje que había hecho a
Haití en 1943, aparece el sustento de su
teoría sobre lo real maravilloso, teoría
que, no obstante la innovación, bucea en
la realidad con áspera dureza. Parte del
éxito de El reino de este mundo se debe
a que su contenido resulta de la simbiosis entre
la verdad histórica y la ilusión
de olvidar los hechos para dar figura humana a
los mitos. En medio de las tradiciones haitianas,
tienen lugar varios episodios insólitos
que, a la vez, sirven para comprender mejor la
realidad americana. En efecto, lo real maravilloso
no surge de la distorsión, sino que, en
el decir del propio Carpentier, "se encuentra
a cada paso en las vidas de los hombres que inscribieron
fechas en la historia del continente".
A partir de El reino de este mundo, la mirada
literaria de Carpentier ya era más que
una concepción estética. Había
en él un modo de escribir capaz de incorporar,
además de tradiciones culturales, una inventiva
certera para poner un punto de inflexión
a la historia novelada y crear un espacio de narración
viva. Su variada formación y sus múltiples
intereses (la arquitectura, la música,
la historia, el periodismo, las letras) le permitieron
crear un mundo literario signado por la inquietud
de quien ansía conocer.
En su tercera novela, Los pasos perdidos (1955),
las nacientes del río Orinoco llenan el
paisaje alrededor del cual se mueve el protagonista,
un musicólogo que viaja a Venezuela a pedido
de una universidad americana. Se le ha encargado
la tarea de hallar, en la reconstrucción
de otras identidades, algunos instrumentos musicales
de valor genuino. La novela está escrita
en primera persona, en forma de diario de viaje
y el nombre del protagonista no se menciona. La
intensidad se centra en el desarrollo de un viaje
cargado de símbolos, alegórico,
cuya perfección reside en la regresión
del viajero a sus orígenes.
Si bien Carpentier muestra en sus obras la voluntad
de prestar atención a lo americano, lo
cierto es que su literatura expresa un característico
rasgo cosmopolita: la necesidad de descubrir en
los seres humanos destinos comunes. Incluso en
Visión de América, donde se revela
su orgullo de ser latinoamericano, existe una
singular manera de ir de lo telúrico a
lo universal. Cuando sale de su trinchera política,
logra que sus ensayos se lean con el interés
que merece todo análisis sobre la condición
humana y afirma sus dotes de prodigioso ensayista,
al margen de los vaivenes políticos, que
en verdad no faltaron.
La modernidad cuestionada
Octavio Paz, refiriéndose a Borges, dijo
que sus cuentos debían leerse como ensayos
y sus ensayos como cuentos. Carpentier, por su
parte, fusiona ambos géneros desde el ejercicio
intelectual combativo, con predominio de la tensión
narrativa y de la cotidianidad. La desolación
del hombre es para el autor cubano un modo de
exclusión social que, además, tiene
raíces en la angustia de no comprender
lo que verdaderamente pasa en el mundo. Sus historias
exhiben la lucha entre una modernidad que avanza
y una realidad que, en muchos sentidos, se vuelve
primitiva.
Los personajes de Carpentier, señaló
Fernando Alegría, "representan a un
hombre que está consumido por el vacío
espiritual y la espantosa presión que genera
la decadencia del mundo moderno". Y eso vale
tanto para los personajes sin ética como
para las víctimas. En El recurso del método,
se advierte la forma sutil en que Carpentier crea
a un tirano cerebral, cuyo cinismo es el de alguien
que extiende su acción a un sistema. Lo
real maravilloso opera allí como descubrimiento
y ausencia al mismo tiempo: el tirano está,
sus actos son abyectos, pero nada es más
cierto que el poder abstracto que envuelve la
historia del continente. Sólo queda seguir
buscando, luego de releer sus páginas,
en un argumento que no se disuelve, el origen
de signos autoritarios que aún hoy continúan
latentes a través de resabios.
Este es un tema en la obra de Carpentier, quizás
un hito divorciado de su personalidad pública,
más cercana a las contradicciones. Sin
esquivar ninguno de los problemas de su tiempo,
hubo en él una adhesión directa
a la aventura latinoamericana, utópica,
que al cabo resultó un lugar común
entre los escritores del boom. Como se recordará,
la novela de dictador creó una corriente
-El Señor Presidente, de Asturias; Yo,
el Supremo, de Roa Bastos; El otoño del
patriarca, de García Márquez- que
expresó la voz de resistencia de más
de una generación.
El exilio, la lealtad a las utopías y
el rechazo a una modernidad de exclusión
condujeron a Carpentier y a otros autores a pergeñar
un universo literario, en algún punto,
bastante efectista. Como lo era también
el estilo neobarroco, que servía para proyectar
en la escritura la exuberancia de los acontecimientos.
Imágenes míticas
No es posible analizar la obra de Carpentier
sin referirse a su transfondo, tanto lingüístico
como temático. A su escritura de orfebre
que mide cada sustantivo, que compara cada adjetivo,
se suma la pluralidad de temas: la religión,
los mitos, la problemática social, la soledad,
la naturaleza virgen, la rutina, los pesares de
tener que sobrevivir a la pobreza.
De regreso a Cuba, en 1959, Carpentier ahondó
estas inquietudes y compartió las ideas
que entonces predominaban en los grupos culturales
en los que había hecho, décadas
atrás, amistades como las de García
Lorca y Pedro Salinas. Si bien El reino de este
mundo y Los pasos perdidos habían dado
clara cuenta del valor de su novelística,
el regreso en 1959 lo llevó a un primer
plano. La historia turbulenta de su país
le fue favorable: oficialista por decisión,
vicepresidente del Consejo Nacional de la Cultura,
sus primeras novelas ganaron espacio. Luego del
éxito, en 1958, de su libro de relatos
Guerra del tiempo, se publicó en 1962 El
siglo de las luces.
Puede decirse que la cultura de los años
60, con el carisma de la palabra revolución,
encontró a Carpentier en el lugar exacto
y ubicado como uno de los intelectuales más
reconocidos. Su labor, desplegada en sus libros
y en los cargos oficiales, lo llevó a ser,
desde 1966, diplomático en París,
donde murió en 1980. El regreso, por motivos
tan distintos, a Europa le permitió escribir
con suficiente tranquilidad. Sumó a sus
obras ya celebradas por la crítica, otras
novelas de gran importancia: Concierto barroco
(1974), basada en un viaje que sortea el tiempo
y pone al lector en la Europa del siglo XVIII;
El recurso del método (1974), incluida
en la tradición del boom; La consagración
de la primavera (1978), voluminosa novela que
anida en la Guerra Civil española y se
extiende hasta la Revolución cubana y El
arpa y la sombra (1979), cuyo protagonista no
es otro que Cristóbal Colón.
Vasto mapa de una narrativa inspirada en la realidad
latinoamericana pero atravesada por imágenes
míticas, casi todos los textos de Carpentier
dejan ver cierta pasión por lo misterioso,
detrás de situaciones y actos desmedidos.
Este universo mítico está construido
alrededor de los sueños latinoamericanos,
aunque se sustenta en una elaboración rigurosa
y sutil del hombre.
Basta tomar El arpa y la sombra, su última
novela, y advertir cómo este libro surgió
del rechazo que sintió Carpentier ante
el libro de León Bloy, escritor católico
que promovió la beatificación del
Almirante y, sin más, su paralelo con Moisés
y San Pedro. Carpentier vio en esto las huellas
de un mito y empezó a trabajar la increíble
aventura exterior e interior de Colón,
hasta arribar a la confesión íntima
del navegante en los últimos momentos de
su vida. El texto, además, reúne
múltiples puntos de vista, ya que en él
convergen las voces de los personajes y así
se crea un clima fragmentado, un ambiente de conjura.
No se trata de una novela histórica sino
de la historia de un hombre que deserta de ser
protagonista: la proximidad de la muerte acerca
a Colón a ver más de sus debilidades
que de sus hazañas. La desmesura de los
mitos refleja la historia de América latina,
y Carpentier descubrió que, en el trazo
firme y oculto del sentimiento americano, como
en su idiosincrasia, había un insoslayable
caudal literario.
Alejo Carpentier construyó una valiosa
narrativa que, en 1977, mereció el Premio
Cervantes. Rozó, al igual que Borges, el
codiciado Nobel como permanente candidato. Tarde
o temprano, descreyó de la literatura deudora
de ideologías, acaso porque su novelística
se debe a una escritura asida a la creación
y a la experiencia estética.
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