Aquella libertad
Raúl Rivero, El
Nuevo Herald, 2 de enero de 2005.
La Habana -- Me gusta recordar a veces el leve
invierno del año 2002. Me gusta reconstruirlo
ahora en el limbo de mi licencia extrapenal, aquí
en La Habana y me gustaba en la celda de castigo
porque la soledad y el silencio son unos cómplices
insobornables de los recuerdos peligrosos.
Es el periodista Ricardo González Alfonso
el que más resplandece en esas evocaciones.
Es él el que aparece en el comedor de su
casa de Miramar que, de pronto, era una sala de
conferencias, o lo veo subir la escalera para
la habitación de su querido hermano Tony,
convertida a fuerza de trabajo esclavo en la biblioteca
de periodismo Jorge Mañach.
Más tarde aparece frente a su desvencijada
y sospechosa laptop complicado con un comentario
o una crónica y, enseguida, pasa con una
pastilla para la fiebre de su hijo David.
Siempre está él en primer plano
en la tarea de sacrificar su privacidad, como
se sacrifica un gallo en el panteón yoruba,
para que tuvieran cara y consistencia la Sociedad
Márquez Sterling y la revista De Cuba,
dos sueños que pudimos tocar.
Aunque Ricardo esté ahora en la cárcel
yo sigo viéndolo allá en la casa
que se hicieron sus padres, unos españoles
cabeciduros que trabajaban de sol a sol, para
darle techo, alimento y educación a cuatro
muchachos. Los viejos fueron luego silenciosos
y serios a descansar al cementerio de Colón.
Para mí Ricardo siempre está ahí
con sus libretos de programas infantiles para
la televisión. Después, cuando se
le consideró un escritor no confiable y
se quedó sin contrato, lo veo en la misma
mesa atareado con unos cucuruchos de maní
tostado que salía a vender por las calles
de su barrio en una bicicleta esclerótica.
Su pregón, atonal y ríspido no era
muy convincente: Vaya maní, vaya maní,
vaya maní.
Allí, en el portal, entró a trabajar
en Cuba Press en un trámite que no duró
ni cinco minutos y, años más tarde,
como para demostrar que él era independiente
hasta de los independientes y en otro trámite
rápido, renunció a las suaves cadenas
que yo le hacía arrastrar desde la dirección
de la agencia.
Mira, me dijo un día, para poder seguir
siendo amigos y llevar adelante este trabajo,
mejor yo me voy de Cuba Press y me quedo solo
como reportero por cuenta propia, como free lancer
porque ya empecé a caminar hacia la libertad
y ahora la quiero toda.
Sí. Ricardo González Alfonso incansable,
con sus gavetas recónditas atiborradas
de poemas de amor y de textos humorísticos
que lee siempre con una cuota de rubor, lleno
de pasión por sus hijos, pastoreado por
el amor de Alida, un hombre difícil porque
está vivo y porque le va de frente a todos
los asuntos en un mundo donde la palabra se usa
de almohada. Un periodista con talento y valor
para usarlo, pero también con amplitud
para razonar, entender y dialogar con flexibilidad
y sin concesiones. Un fanático del idioma
español, un enamorado de la poesía
de Lorca y de Rimbaud.
Sí. Ricardo González Alfonso, mi
compañero en la causa 348 del 2003. El
hombre que, en el juicio donde el fiscal le pedía
una condena de cadena perpetua, se paró
con serenidad y precisión, sin arrogancias
y con limpieza a defender su derecho a escribir
y a opinar en el país donde vive hace ya
medio siglo.
Ricardo, el recluso de la cárcel de Agüica,
Matanzas, que sigue ahora un tratamiento médico
en el hospital del Combinado del Este de La Habana,
un profesional donde los hubiere, un cubano al
que queremos otra vez en su casa de Playa en vivo
y en directo para que desaloje de una vez a ese
fantasma que la habita y es solamente una trampa
de la memoria.
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