Otras cárceles
Raúl Rivero, El
Nuevo Herald, 5 de febrero de 2005.
La Habana -- Hay unas galeras portátiles
y duras que se llevan por dentro, a todas partes.
Con ellas va la gente a la cama y a la calle y
con esas jaulas interiores se sienta uno a la
mesa y besa a un niño. Son las prisiones
invisibles que habitan el espíritu de los
familiares y los amigos de los condenados.
Esa carga invisible, viajera porfiada del torrente
sanguíneo, acompaña a las madres,
los hijos, los hermanos, las esposas de los presos
en el peregrinaje a las visitas y a los vertiginosos
encuentros conyugales que autoriza el sistema
penitencial criollo.
Algunos casi no pueden arrancarse ese latido,
esa sombra, porque tiene agentes en el sueño.
Las personas suelen prolongar su angustia cotidiana
de la lucidez y la vigilia más allá
de un coctel de somníferos y mucho después
de las páginas de un libro espeso.
Se habla de un dolor superior a la ausencia --que
a veces quiere decir olvido--, un sentimiento
donde no molesta tanto el vacío, como la
certeza de que el ausente padece y vive en condiciones
difíciles. Un sufrimiento dado porque el
que no está no decidió irse. Se
lo llevaron.
Por ahí resuellan las heridas de esa naturaleza,
por la imposibilidad de que el excluido vuelva
a los moldes tibios de su cama, al sillón
de mimbre de la sala, a los bordes conocidos de
su vaso, a las aleaciones condescendientes de
los cuchillos y los tenedores y a la luna redonda
de un espejo.
Un código íntimo y severo decreta
la clausura de los álbumes de fotos.
Las cartas ajadas, de viajes y separaciones pasajeras
o las candorosas esquelas de un noviazgo, se convierten
en sustancias conflictivas. La ropa, la camisa
azul prusia, el reloj exhausto, la cadena con
la Virgen de la Caridad o el crucifijo, la estampa
de Babalú Ayé y sus perros se convierten
en piezas de metal al rojo vivo que arden en las
manos y en los ojos.
Los candados llegan a otras instancias. Cae,
como una plaga, un polvo de censura sobre ciertas
canciones y muchos anaqueles de las bibliotecas
entran en una estación de sequía
y abandono porque allí duermen los personajes,
las escenas, los diálogos, los versos que
el ausente buscaba en los atardeceres y la alta
noche para hallar la emoción o el sosiego.
El presidio no es una amargura exclusiva del
sancionado. Es una aflicción con metástasis
intensa hacia los puntos cardinales de la vida
familiar, que provoca una sucesión de desastres
personales, desequilibrios y alteraciones en grupos
humanos para los que la inocencia es mucho más
que una presunción.
|