Matarse
en Cuba
Rafael Rojas. La
Crónica de Hoy. México, 29 de
diciembre de 2005.
En los últimos 25 años, los cubanos,
carentes de medios autónomos de comunicación
y de recursos económicos, políticos
e ideológicos para oponerse al gobierno
de Fidel Castro, han aprendido a transmitir su
incertidumbre y su angustia de otras maneras.
Casi dos millones se han marchado del país
como han podido -en balsas, camiones flotantes,
cajas de correo aéreo, trenes de aterrizaje-
y alrededor de 70 mil se han suicidado, también,
de las más diversas formas: incinerados,
ahorcados, desangrados, apuñalados, atropellados
en la carretera, precipitados al vacío
o, simplemente, de un tiro en la sien. En el último
medio siglo, 100 mil cubanos podrían haberse
quitado la vida.
A principios de los años ochenta, el Ministerio
de Salud Pública de la Isla dio a conocer
que la tasa de suicidio en Cuba había rebasado
los 20 por cada 100 mil habitantes. Aquellas cifras
revelaban que, en menos de una década,
el índice de muertes por esa causa se había
duplicado -en 1969 sólo morían así
8 entre 100 mil - y que Cuba no era uno de los
países latinoamericanos donde más
personas se mataban al año, sino la nación
con más suicidios per cápita del
hemisferio occidental.
Los cubanos, según esa estadística
infernal, se mataban más que los norteamericanos
y que la mayoría de los europeos, los asiáticos
y los africanos. La isla caribeña se acercaba
a las tasas de suicidio de países nórdicos
como Dinamarca, Finlandia y Suecia, y de algunos
de sus aliados en Europa del Este como Hungría,
Rusia y las repúblicas del Báltico.
Un estudio realizado a mediados de los noventa,
en Miami, por Maida Donate y Zoila Macías,
dos antiguas investigadoras del Ministerio de
Salud Pública, cuestionaba las estadísticas
dadas a conocer por la Organización Mundial
de la Salud, en 1995 y 1996, según las
cuales, el gobierno cubano había logrado
contener aquella tendencia creciente con tasas
de alrededor de dos mil suicidas al año.
Según estas estudiosas, a mediados de
la pasada década, el índice de suicidios
debió estar cercano a los 30 por cada 100
mil, manteniendo a Cuba entre las cinco naciones
más suicidas del mundo. Donate y Macías,
sin embargo, demostraban que esa tendencia, acentuada
entre los habitantes de la Isla, también
caracterizaba a los cubanos de Miami, cuyas tasas
de suicidio eran superiores a las de otras comunidades
hispanas en Estados Unidos.
Impulso de aniquilación.
El tema ha llamado la atención de novelistas,
historiadores y sociólogos. Guillermo Cabrera
Infante le dedicó uno de los mejores ensayos
de su libro Mea Cuba (1993), titulado "Entre
la Historia y la Nada", y publicado originalmente
en la revista Escandalar. Allí se contaba
la historia de los grandes suicidios políticos
del siglo XX cubano: desde los de personalidades
de la vida pública republicana, como el
alcalde habanero Manuel Fernández Supervielle,
el líder populista Eduardo Chibás,
el ex presidente Carlos Prío Socarrás
o el director de la revista Bohemia, Miguel Ángel
Quevedo, hasta los de importantes dirigentes de
la revolución como la heroína Haydée
Santamaría, el magistrado Osvaldo Dorticós
y varios ministros revolucionarios: Augusto Martínez
Sánchez, Alberto Mora, Rodrigo García
Otro novelista, Eliseo Alberto, en una de las
crónicas de su libro Dos cubalibres (2005),
habla de escritores y artistas suicidas, más
recientes, como los poetas Raúl Hernández
Novás y Ángel Escobar, los narradores
Guillermo Rosales y Miguel Collazo, la pintora
Belkis Ayón y la historiadora Raquel Mendieta.
Al lector europeo o norteamericano puede resultar
tediosa o extravagante, por trivial o desconocida,
tan larga lista de trasnochados románticos
y tropicales, nacidos en las Antillas de fines
del siglo XX y, a pesar de ello, resueltos a quitarse
la vida ante el infortunio de la historia. Pero,
en todos los casos, se trata de protagonistas
de la vida cultural cubana, precisamente, en sus
décadas de mayor apogeo utópico
y aclamación occidental.
El último libro del más laborioso
historiador de temas cubanos, el profesor Louis
A. Pérez Jr., de la Universidad de North
Carolina, en Chapel Hill, se titula To Die in
Cuba. Suicide and Society (2005) y versa sobre
la vocación suicida de los habitantes de
la Isla. La investigación de Pérez
viene a confirmar algo que ya se desprendía
del estudio de Donate y Macías y desarrollado
también por Damián Fernández
en su ensayo Cuba and the Politics of Passion
(2000): a saber, que, entre cubanos, ese impulso
de aniquilación no es atribuible, únicamente,
al establecimiento de un orden comunista en el
Caribe, sino a una experiencia traumática
de la historia y a un ejercicio patológicamente
afectivo de la vida social y política.
Desde fines del siglo XIX y, sobre todo, desde
las primeras décadas del XX, ya los índices
de suicidio en Cuba estaban por encima del de
la mayoría de los países latinoamericanos.
En 1907, por ejemplo, el médico legal
Jorge Le Roy Cassá publicó un estudio,
titulado Qou Tendimus?, en el que daba a conocer
que entre 1890 y los primeros años de la
República, es decir, en poco más
de una década, se habían matado
764 hombres y 355 mujeres. Entonces, la población
insular, cercana a los dos millones de habitantes,
acababa de sufrir una guerra en dos actos, la
de los cubanos por su independencia y la de los
Estados Unidos contra España, y un nacimiento
como nación moderna constantemente alterado
por tensiones raciales y guerra civiles.
La sombra de la muerte.
Un siglo después, la proporción
de muertes por suicidio en Cuba parece confirmar
esa tendencia a la automutilación de una
ciudadanía, capaz de soportar la más
larga dictadura de la historia occidental, pero
incapaz de hacerlo sin dejar un testimonio perturbador.
Psiquiatras, filósofos y escritores piensan
que un acto tan misterioso como el suicidio es
inexplicable. Inexplicable, piensan algunos, como
la locura y el amor, los milagros y las alucinaciones.
El estudio de un historiador tan autorizado como
Louis Pérez demuestra que, en el caso cubano,
esa inveterada disposición al suicidio
tiene que ver con la historia o, más específicamente,
con el devenir político de la Isla. Toda
experiencia autoritaria, como la que se vivió
en Cuba antes de 1959, y toda experiencia totalitaria,
como la que ha tenido que soportar la población
cubana desde 1959, es transmisora de esa "sombra"
de muerte que, al decir de Eugenio Trías,
deja a su paso cualquier gobierno tiránico.
Las fantasías occidentales establecen
a Cuba como una isla caribeña, con fuertes
tradiciones de alegría y comunitarismo,
capaces de movilizarse contra la racionalidad
moderna. La vocación suicida de los cubanos,
sin embargo, describe a una ciudadanía
atormentada, incapaz de liberar frustraciones
históricas, reacia a superar traumas nacionales
y demasiado proclive a la experiencia afectiva
de los conflictos políticos. No hay estadística
más reveladora del carácter sombrío
del socialismo cubano que esos 100 mil suicidas
en medio siglo.
*Investigador del CIDE
rafael.rojas@cide.edu
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