Castro,
la mafia y las encuestas
Carlos Alberto Montaner, El
Nuevo Herald, 11 de diciembre de 2005.
El diplomático norteamericano Robert Blau
sintió un olor nauseabundo cuando entró
en su casa de La Habana. No tardó en averiguar
lo que ocurría: los servicios de Seguridad
del gobierno cubano habían penetrado subrepticiamente
en su residencia y la habían llenado de
excrementos. La autorización para esa repugnante
agresión había sido dada directamente
por Felipe Pérez Roque, el belicoso canciller,
en su empeño por castigar a la representación
estadounidense en la isla por el más singular
de los crímenes: permitir que un puñado
de demócratas de la oposición tuviera
acceso a internet durante media hora una vez a
la semana.
No era la primera vez que tal cosa ocurría.
A un compañero de Blau le sustituyeron
el Listerine por orina. A otros les cortaron las
ruedas de los automóviles. Casi diariamente
se producen ofensas y diversos tipos de molestia.
Los privan de electri- cidad, teléfono
o agua a su antojo. Y ni siquiera son acciones
emprendidas solamente contra los norteamericanos.
También los checos, españoles y
polacos han sido víctimas de actos parecidos.
El objetivo es muy simple: mortificar a los diplomáticos
hasta lograr neutralizarlos y conseguir que recomienden
a sus gobiernos una total complicidad con la política
de Castro. Es una técnica mafiosa de control,
pero a veces da resultado. Son varias las embajadas
europeas radicadas en Cuba que les han rogado
a sus cancillerías que se plieguen sin
chistar a los antojos de La Habana para que los
diplomáticos acreditados en el país
puedan tener una vida placentera. Es una variante
del síndrome de Estocolmo.
Pero el acoso ha aumentado últimamente,
y hay una razón que acaso lo explica: Fidel
Castro sospecha que algunas embajadas colaboraron
con la realización de una encuesta llevada
a cabo clandestinamente en la que se demuestra
la impopularidad de su régimen y los deseos
de cambio que abriga la ciudadanía. El
sondeo se efectuó entre el 8 de octubre
y el 3 de noviembre. Durante ese periodo, unos
quince investigadores, trasladados desde España
como si fueran turistas, entrevistaron a 541 personas
avecindadas en casi todas las provincias, escogidas
aleatoriamente, sometiéndolas a un cuestionario
confeccionado con el rigor que exige la profesión.
En líneas generales, los resultados coinciden
con el sentido común. Mientras la mitad
de los cubanos cree que ''las cosas van muy mal
o mal'', apenas el 20 por ciento sostiene que
''van muy bien o bien''. Mientras el 50 por ciento,
adopta una actitud muy crítica contra el
modelo económico y señala que los
principales problemas del país son las
carencias, el costo de la vida, el desempleo y
la escasa alimentación, un 25 achaca los
males de la nación al bloqueo norteamericano.
Predeciblemente, la intensidad de la discrepancia
tiene una marcada relación con la edad.
Entre los 18 y los 29 años de edad más
de la mitad de los cubanos desea un cambio profundo
que incluye la tolerancia con la oposición.
Entre los que tienen más de 60 años
ese rechazo al sistema se reduce: un 35 por ciento
de los viejos no quiere que nada cambie. Es una
minoría, pero significativa. Los ancianos
le temen al cambio. Como no tienen futuro ni ilusiones,
se conforman con poca cosa. En lo que fue el bloque
del Este ocurrió exactamente lo mismo.
En realidad, el fracaso del régimen cubano
en el terreno material es escandaloso. En casi
cincuenta años de gobierno Castro no ha
conseguido dotar ni siquiera medianamente a los
cubanos de electricidad, teléfono, agua
potable, ropa, transporte, comida o vivienda.
Ningún gobierno ha fallado tanto durante
tanto tiempo en la historia moderna. Todo está
racionado. Todo es escaso y de mala calidad. La
sociedad vive en medio de las mayores incomodidades
y penurias. Poder comprar una simple bombilla
eléctrica, un termómetro o una tijera
es una hazaña casi inverosímil.
Todos los meses, las compresas femeninas sólo
alcanzan para el 30 por ciento de la población
femenina fértil. Las familias sobreviven
con salarios de diez dólares al mes.
Es verdad que un 7 por ciento de la población
posee alguna formación universitaria, pero
no hay nada más triste e injusto que ver
a un profesional que vive miserablemente, sin
la menor esperanza de prosperar, porque medio
siglo de experiencia práctica le ha enseñado
que mañana siempre será igual o
peor que hoy, a menos de que aparezca la balsa
salvadora. Ese es el cuadro que Castro se empeña
en ocultar bajo un manto tupido de estridente
propaganda. Pero a veces el espectáculo
es inocultable. Cuando eso ocurre, la reacción
del gobierno es de una increíble vileza:
embarra con excrementos las casas de los testigos
extranjeros. Son cosas de la mafia.
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