Mariel o la ballena
blanca
Nestor Díaz De Villegas.
El
Nuevo Herald, 23 de abril de 2005.
Cuando ocurrió el Mariel yo estaba aquí,
recién llegado a esta ciudad. Recuerdo
que antes de que comenzara el puente marítimo,
una turba empezó a reunirse frente al antiguo
edificio de La Cubanísima, en la 27 y la
Ocho. El edificio estaba acabado de construir,
y como en Miami no abundaban los rascacielos,
parecía muy moderno: su torre de concreto
mandaba, desde el corazón de la Sagüesera,
el mensaje del milagro económico cubano.
En la primavera del 80 se decidía también
la suerte de Polonia, y los que tomaron las calles
de Miami en solidaridad con sus hermanos de la
isla se veían a sí mismos como la
versión tropical de Solidarnosc. Podríamos
recordar que en aquella esquina había entonces
una boutique llamada Scruples, donde compraba
ropa fina la aristocracia criolla. Entre los que
hacían huelga de hambre tirados a las puertas
de la tienda, reconocí a varios ex presos
políticos que, sólo unos meses antes,
habían sido mis compañeros en Ariza.
Fui a saludarlos, pues sentí orgullo de
que conservaran intacto el espíritu de
lucha. Ese espíritu planeó sobre
la superficie del ghetto mientras duró
la crisis de la embajada de Perú. En históricas
imágenes televisivas vimos al populacho
habanero entrando en los terrenos de la embajada
--y la determinación de nuestros compatriotas
nos hizo creer que los días del déspota
estaban contados. Si ellos eran la hulla que mueve
el carro de la historia --como decían los
locutores de radio-- nos tocaba a nosotros encender
la chispa que prendiera fuego a sus voluntades.
De cualquier forma, estábamos en sus manos.
Podrá imaginarse lo que significó
la toma de la embajada del Perú para los
que la seguimos en tiempo real si se toma en cuenta
la superioridad informática del mensaje
electrónico sobre la experiencia dura.
Como televidentes, vivimos la plenitud del evento
--el tapiz y su reverso-- mientras que los protagonistas
sólo tuvieron acceso a un fragmento, a
una versión censurada de la trama. Precursora
del affaire Eliancito, la crisis fue la inserción
de Cuba, y de su historia moderna, en el circo
global. Antes de que se oyera por primera vez
la palabra Mariel, y antes de que zarpara el primer
camaronero, la ciudad se aprestaba para un gran
evento. Nunca antes (o después) en la historia
de este pueblo se había visto tamaña
movilización. La gente empeñaba
sus casas para comprar un bote; se acaparaban
vituallas, enseres, salvavidas. Cada puerto y
cada muelle se convirtió en una Compañía
de Indias donde se fraguaba la gran aventura del
Mariel. Había algo melvillesco en esos
preparativos y no creo exagerado decir que nuestra
proverbial ligereza nos llevó a precipitar
el desenlace y a decidir la partida a favor del
astuto monstruo de las profundidades.
Quizás algún aguafiestas, en la
retaguardia, presintió el fracaso; pero
el ambiente general, si descontamos esas excepciones,
era de irresponsable triunfalismo. No hay que
olvidar que, para los hijos de la diáspora,
se trataba de la oportunidad de redescubrir aquella
''tierra más hermosa que ojos humanos han
visto'' de que hablaban sus padres; y que si los
marielitas se aprestaban a zarpar hacia Eldorado,
los cubanoamericanos se lanzaban ciegamente en
pos de la tierra prometida; 1980 demostró
ser nuestro 1492: Mariel y Cayo Hueso los Palos
de Moguer de dos mundos paralelos que bogaban
hacia sus respectivas antípodas.
La ciudad, hay que repetirlo, estaba lista para
tan magna empresa. Los traficantes de drogas habían
controlado, desde la década precedente,
la industria de la fabricación de ferries,
lanchas rápidas y barcazas de pesca, con
el fin de agilizar el flujo de estupefacientes
desde las costas de Panamá, Bahamas y La
Guajira. Si algo se perdieron los que llegaron
tarde a estas tierras de libertad fue la Danza
de los Millones, un período de bonanza
económica en que todos (o casi todos) vivimos
en artificiosa prosperidad. La calles de Miami
estaban empedradas de oro y es leyenda que en
el hotel Mutiny de Coconut Grove se dieron propinas
de cien dólares sólo por abrir una
puerta. El dinero se transportaba en camiones
y las pacas de coca aparecían flotando
junto a los muertos en las aguas tranquilas de
la bahía de Biscayne. A nuestros astilleros
les faltó un Lech Walesa, pero le sobraron
intrépidos bucaneros que zarpaban hacia
la Isla Esclava al frente de sus flotillas.
Mientras tanto, en lo alto de la torre de La
Cubanísima, los micrófonos abiertos
recogían las opiniones contradictorias
de un millón de radioescuchas; y nosotros,
amparados por la mole gris, acudíamos a
la 27 y la Ocho como quien busca protección
en las faldas de un castillo. Miami, en la primavera
de 1980, era la ciudad de la gran esperanza: una
urbe que no dormía, ni comía --ni
producía-- de pura indignación,
de pura anticipación. Huelgas, botaduras,
manifestaciones, marchas, discursos y contramarchas:
nos desgastábamos en el gesto fútil,
desorientados y (tal vez) hasta infiltrados por
los espías que con toda probabilidad alentaron
el caos subsiguiente. Veinticinco años
más tarde, a quienes, desde este lado del
charco, fuimos testigos de aquellos trágicos
eventos, nos queda la sospecha de que el Mariel
fue --además de todo lo que ya se ha dicho--
la más grande de las oportunidades perdidas.
El autor se presentará el 19 de mayo en
el MDC invitado por el Florida Center for the
Literary Arts para dar la prespectiva de los que
estábamos aquí sobre el éxodo
del Mariel.
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