Ruido
y humo en La Habana
Vicente Echerri, El
Nuevo Herald, 21 de octubre de 2004.
La expulsión el sábado pasado del
diputado español Jorge Moragas y sus acompañantes
en el aeropuerto de La Habana interrumpió
los primeros compases del pasodoble que Zapatero
y su obsequioso embajador en Cuba empezaban a
bailar con Fidel Castro. En el momento en que
el flamante líder del gobierno español
propone que Europa reconsidere sus sanciones diplomáticas
contra el castrismo, el dictador cubano lanza
una de sus coces.
No creo, sin embargo, que este portazo en la
nariz de Europa signifique que Castro no quiera
negociar o que sea indiferente a las demandas
que le llegan de fuera.
Al tiempo de recordarles a todos que es un intransigente,
el bravucón de barrio que no se deja amedrentar,
Castro hace otro de sus alardes para sacar ventaja
en la negociación. Se trata de un ruido,
o de una distracción, semejante, aunque
en mucho menor escala, al encarcelamiento de un
notable grupo de disidentes el año pasado.
Este episodio, por un error de cálculo,
le trajo a la dictadura cubana mayores reveses
de lo que había previsto; mas no por eso
dejó de servirle para que se olvidaran
o se aplazaran las demandas más imperativas
y radicales: ¡el destino de setenta y cinco
personas encarnaba y suplantaba al mismo tiempo
el de doce millones de sus compatriotas!
Pese a la zozobra y el terror desatados en Cuba
por esa última oleada represiva, nunca
he creído en la seriedad de las condenas
enormes impuestas a un grupo de honrados disidentes
por unos delitos fabricados.
Más allá del propósito inmediato
de amedrentar a los opositores en un momento en
que parecían estar cobrando cierto auge,
Raúl Rivero y sus compañeros de
causa están presos como moneda de intercambio.
En realidad son rehenes por los cuales el castrismo
espera cobrar un buen rescate, en inversiones
y en legitimidad. Y todos los que han pedido o
exigido, en diversos foros y por diversos medios,
la libertad de estos presos, se han convertido
en los agenciosos promotores de ese trueque.
Estos presos cubanos tan notorios, aunque han
llegado a ser el símbolo más reciente
de los sufrimientos de su pueblo, son también
la grotesca cortina de humo con que el régimen
de Castro disfraza sus verdaderos crímenes:
los que comete a diario en contra de una nación
entera. ¡La consuetudinaria violación
de los derechos de todos los ciudadanos de un
país por más de cuatro décadas!
Para el ingenuo activista en Roma o Estocolmo,
para el honesto diputado en Berlín o en
Madrid, los desmanes del castrismo tienen ahora
nombres y apellidos con los cuales hasta algunos
radicales de izquierda se han familiarizado; y
esta circunstancia, si bien sirve para ponerle
rostros a la denuncia, sirve también para
enmascarar la profunda perversidad del régimen,
que no es otra que su propia existencia como sangrienta
y fracasada utopía sobre las ruinas de
una república que alguna vez fue próspera
y feliz.
Pese a la renuencia de algunas naciones, creo
que la Unión Europea, con mayor o menor
discreción, terminará por reconsiderar
su política de sanciones a Cuba (Zapatero
ya ha comenzado a hacerlo) y Castro, a cuentagotas,
liberará a estos presos para que el resto
de los cubanos siga en la esclavitud. Para entonces,
la expulsión de Moragas será un
mero incidente.
© Echerri
2004
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