Más
se pierde en Cuba
Por Ignacio Camacho. ABC,
España, 17 de octubre de 2004.
Toda la degradación política y
toda la miseria económica y moral acumuladas
por el régimen de Fidel Castro a lo largo
de las dos últimas décadas no han
logrado impedir que una significativa parte de
la izquierda europea y española siga considerando
la feroz dictadura cubana como un mito ideológico
y sentimental propio del tiempo en que todos,
incluso la revolución, éramos más
jóvenes. El célebre póster
del Che Guevara según el retrato que le
hizo Alberto Korda continúa presidiendo
la alcoba de la conciencia de muchos de los antiguos
progresistas de la transición, como una
coartada interior para justificar la evolución
personal hacia el templado confort de la socialdemocracia
y el pragmatismo. Ninguno de los rancios postulados
castristas puede ya defenderse en las modernas
democracias occidentales, pero ciertos tardoizquierdistas
consuelan aún su mala conciencia mediante
una vaga corriente afectiva hacia el caduco numantinismo
cubano, cuyos efectos sobre la población
civil ignoran adrede desde la lejanía para
que no perturben su cómoda tibieza individual.
El castrismo permanece así, tras la caída
del llamado "socialismo real", como
aquellos combatientes japoneses del Pacífico
o como los últimos españoles del
fuerte de Baler, que se negaban a admitir que
la guerra en que luchaban había terminado
con su derrota. Pero mientras la izquierda española
ha asumido el signo de los tiempos con la irónica
sentencia de cierto dirigente del PSOE en un congreso
de los años ochenta -"compañeros,
la lucha de clases ha terminado... y hemos perdido"-,
adaptándose sin complejos a la tercera
vía y otras fórmulas de actualización
ideológica, continúa sin embargo
estableciendo lazos de simpatía con un
régimen trasnochado e impresentable que
se niega tercamente a modificar su rumbo hacia
ninguna parte.
En buena medida, la simpatía hacia la
Cuba de Castro se alimenta de un primario antiamericanismo
que, paradójicamente, ancla sus raíces
en la sacudida que el desastre cubano de 1898
produjo en la conciencia colectiva nacional. El
mito robinsoniano de la resistencia antiimperialista
goza todavía de una vigencia insólita
que nubla la evidencia de la crueldad y los atropellos
a los Derechos Humanos en que se sostiene la dictadura
caribeña, y justifica en el bloqueo estadounidense
las privaciones a que el castrismo somete a los
más que sufridos habitantes de la isla.
Es en el marco de ese visceralismo antiestadounidense,
tan ideológicamente decorativo como políticamente
rentable, donde el Gobierno del presidente Zapatero
ha colgado su inoportuna inflexión diplomática
para con el sistema cubano. Inoportuna porque
ha servido para proporcionar oxígeno al
asfixiado régimen bananero de Fidel, dejando
a los pies de los caballos a los disidentes encarcelados
y amenazados, que deberían constituir la
principal prioridad de cualquier progresista europeo.
En su afán por distanciarse de las políticas
de José María Aznar, Zapatero ha
postergado incluso su confesada antipatía
personal por el dictador cubano para hacerle a
su satrapía un guiño de complicidad
en el intento de liderar una mayor flexibilidad
de la dura actitud de la Unión Europea.
El Gobierno ha pecado de ingenuidad, en el mejor
de los casos, al confiar en que sus gestos produzcan
contrapartidas de generosidad o ablandamiento
en la rocosa represión castrista, tantas
veces inmune a toda súplica, y cuyos arúspices
encuentran siempre el modo de justificar retóricamente
sus continuas y feroces vueltas de tuerca.
El incidente provocado por la expulsión
de la isla del diputado del PP Jorge Moragas y
dos colegas holandeses constituye una muestra
más de ese férreo hermetismo. Sin
duda que el viaje de los parlamentarios contenía
una manifiesta dosis de provocación para
poner en evidencia la falta de ductilidad del
castrismo, pero ésa fue una táctica
que la izquierda europea utilizó -e hizo
bien- en los años setenta para sacudir
a la opinión pública frente a las
dictaduras de Pinochet o Videla, e incluso la
del propio Franco. Nadie puede, pues, llamarse
a engaño: hasta el mismo Gobierno socialista
español ha comprendido lo inaceptable del
rechazo a una delegación democrática
dispuesta a interesarse por la situación
de los disidentes encarcelados en las mazmorras
de Fidel.
Lo que la maniobra de Moragas -respaldada desde
la FAES que pilota el ex presidente Aznar- ha
dejado claro es la contradicción inherente
a la política de gestos comprensivos emprendida
por Zapatero y manifestada por el embajador con
ocasión de la Fiesta del 12 de Octubre.
No hay entendimiento posible con el dinosaurio
del Caribe, y cualquier inflexión, por
bienintencionada que sea, de los planteamientos
democráticos conduce de forma inexorable
al reforzamiento de la dictadura. La invitación
gubernamental a una cierta magnanimidad humanitaria
con los opositores a cambio del intento de reconducir
la firmeza sancionadora de la UE ha hecho crisis
a las primeras de cambio en una inequívoca
expresión de irreductible fiereza antidemócrata.
No hay caminos intermedios, ni ámbitos
de entendimiento, y sólo una ceguera política
que desborda incluso la del recalcitrante Saramago
-cuya decencia moral le hizo estallar de rebeldía
meses atrás ante uno de los más
crudos episodios represivos de Castro- puede conducir
a encontrar paliativos desde la izquierda a la
lamentable permanencia de un régimen que
deshonra, no ya a la propia causa de la justicia
y la libertad, sino a la misma condición
del progreso democrático.
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