El hedor en la casa de al
lado
Vicente Echerri. El
Nuevo Herald, 29 de julio de 2004.
Este año, en el acto conmemorativo del
asalto al cuartel Moncada (esa ridícula
escaramuza elevada por el régimen cubano
a mito fundacional), Fidel Castro dedicó
íntegramente su discurso a atacar al presidente
George W. Bush. Esto no es novedad, ha venido
haciéndolo de manera obsesiva en sus últimas
comparecencias públicas. Descuella la ocasión
por las extensas citas que hizo Castro de algunos
libros dedicados a denigrar a Bush y que el tirano
utilizó como argumento para restarle fuerza
a la denuncia que hizo el Presidente en días
pasados del inmenso lupanar en que el castrismo
ha convertido a Cuba.
Sin embargo, cualquiera que esté familiarizado
con la vida cubana actual, ya se trate de nacionales
--dentro o fuera de Cuba-- o de extranjeros que
visitan ese país, puede dar fe de los monstruosos
índices alcanzados por la prostitución:
una empresa de carácter masivo en la cual
se empeña un altísimo porcentaje
de la juventud de ambos sexos, con la anuencia,
abierta o solapada, de las familias y las autoridades.
Sin proponerme escribir sobre el tema, a mi escritorio
vienen llegando casi a diario desde hace mucho
tiempo, y por distintas vías, testimonios
que dan fe de la profunda devastación moral
de que es víctima el pueblo cubano, que
bastaría --aunque no se trate de los resultados
de una encuesta científica-- para respaldar
sobradamente la reciente denuncia del presidente
Bush.
Los ejemplos son casi interminables y muchos
de ellos insólitos: una abuela que intenta
cobrarle a una turista por dormir con su nieto.
El marido joven que, de mutuo acuerdo con la esposa
y los suegros, se ausenta de la casa para que
su mujer encuentre un amante temporal que mejore
la economía de la familia. Un ex preso
político, aficionado a los jovencitos,
que se jacta de tener un harén de menores
repartido por toda la isla; profesionales latinoamericanos
y españoles que frecuentan burdeles de
chicos y chicas que ya van cobrando fama fuera
de Cuba y que existen donde nunca antes hubo zonas
de tolerancia. Un amigo me cuenta que tiene un
amante de 18 años, casado, quien, por razones
de vivienda, sigue con sus padres en una casita
que les ha construido un español que es
amante del padre, y cuya mujer cocina los domingos
para lo que ya va siendo una suerte de familia
extendida: su marido, el marido del marido, su
hijo, la mujer de su hijo, el marido del hijo...
Y todos al parecer son muy felices.
En mi pueblo natal (Trinidad), una familia que
antaño era decente se jacta de que la joven
de la casa tiene dos novios: un español
de unos 65 años y un canadiense de cuarenta
y tantos; sin contar algún que otro nacional
para ''matar el tiempo''; un abogado de Sagua
la Grande le confiesa a un amigo y colega por
carta: ''gracias a que mi hija jinetea, comemos'';
un médico del Vedado, en un barrio donde
''todos alquilan'', recibe de madrugada en su
apartamento --que comparte con su mujer, su suegra
y dos hijos adolescentes-- a un exiliado que va
a ''pasar un rato'' con un chico de dieciséis
años, y quien le paga 25 dólares
por el breve alquiler. Una señora ''respetable''
le pide dinero adicional al ex marido en Estados
Unidos para habilitar una casa de citas.
Agréguese a ello el clima de licencia
general que no me parecería tan condenable
si no estuviera mediatizado por el lucro o, más
bien, por la supervivencia y la miseria. A diario
se celebra en La Habana una fiesta orgiástica
que va cambiando noche a noche de domicilio y
cuyas señas las empiezan a divulgar los
taxistas a partir de las seis de la tarde en sitios
estratégicos. Conozco a una persona que
asistió a una de estas fiestas, donde vio
llegar a una madre con tres hijos pequeños
(de las mismas edades --nueve, diez, doce años--
con que se ofrecen a los turistas con gestos obscenos).
El acceso a la orgía cuesta un dólar,
pero el dinero alcanza para sobornar a las patrullas
de la policía.
Multiplíquense los ejemplos individuales
por un millón --siendo conservadores--
y súmesele luego la institución
del robo, el contrabando, la vagancia y otras
lacras que el Estado totalitario induce por su
propia existencia, y estaremos en presencia de
una sociedad envilecida, de un carbunclo que ciertamente
ofende a los vecinos y bien exige alguna urgente
intervención.
© Echerri 2004
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