PRENSA INTERNACIONAL
Julio 30, 2004
 

El hedor en la casa de al lado

Vicente Echerri. El Nuevo Herald, 29 de julio de 2004.

Este año, en el acto conmemorativo del asalto al cuartel Moncada (esa ridícula escaramuza elevada por el régimen cubano a mito fundacional), Fidel Castro dedicó íntegramente su discurso a atacar al presidente George W. Bush. Esto no es novedad, ha venido haciéndolo de manera obsesiva en sus últimas comparecencias públicas. Descuella la ocasión por las extensas citas que hizo Castro de algunos libros dedicados a denigrar a Bush y que el tirano utilizó como argumento para restarle fuerza a la denuncia que hizo el Presidente en días pasados del inmenso lupanar en que el castrismo ha convertido a Cuba.

Sin embargo, cualquiera que esté familiarizado con la vida cubana actual, ya se trate de nacionales --dentro o fuera de Cuba-- o de extranjeros que visitan ese país, puede dar fe de los monstruosos índices alcanzados por la prostitución: una empresa de carácter masivo en la cual se empeña un altísimo porcentaje de la juventud de ambos sexos, con la anuencia, abierta o solapada, de las familias y las autoridades.

Sin proponerme escribir sobre el tema, a mi escritorio vienen llegando casi a diario desde hace mucho tiempo, y por distintas vías, testimonios que dan fe de la profunda devastación moral de que es víctima el pueblo cubano, que bastaría --aunque no se trate de los resultados de una encuesta científica-- para respaldar sobradamente la reciente denuncia del presidente Bush.

Los ejemplos son casi interminables y muchos de ellos insólitos: una abuela que intenta cobrarle a una turista por dormir con su nieto. El marido joven que, de mutuo acuerdo con la esposa y los suegros, se ausenta de la casa para que su mujer encuentre un amante temporal que mejore la economía de la familia. Un ex preso político, aficionado a los jovencitos, que se jacta de tener un harén de menores repartido por toda la isla; profesionales latinoamericanos y españoles que frecuentan burdeles de chicos y chicas que ya van cobrando fama fuera de Cuba y que existen donde nunca antes hubo zonas de tolerancia. Un amigo me cuenta que tiene un amante de 18 años, casado, quien, por razones de vivienda, sigue con sus padres en una casita que les ha construido un español que es amante del padre, y cuya mujer cocina los domingos para lo que ya va siendo una suerte de familia extendida: su marido, el marido del marido, su hijo, la mujer de su hijo, el marido del hijo... Y todos al parecer son muy felices.

En mi pueblo natal (Trinidad), una familia que antaño era decente se jacta de que la joven de la casa tiene dos novios: un español de unos 65 años y un canadiense de cuarenta y tantos; sin contar algún que otro nacional para ''matar el tiempo''; un abogado de Sagua la Grande le confiesa a un amigo y colega por carta: ''gracias a que mi hija jinetea, comemos''; un médico del Vedado, en un barrio donde ''todos alquilan'', recibe de madrugada en su apartamento --que comparte con su mujer, su suegra y dos hijos adolescentes-- a un exiliado que va a ''pasar un rato'' con un chico de dieciséis años, y quien le paga 25 dólares por el breve alquiler. Una señora ''respetable'' le pide dinero adicional al ex marido en Estados Unidos para habilitar una casa de citas.

Agréguese a ello el clima de licencia general que no me parecería tan condenable si no estuviera mediatizado por el lucro o, más bien, por la supervivencia y la miseria. A diario se celebra en La Habana una fiesta orgiástica que va cambiando noche a noche de domicilio y cuyas señas las empiezan a divulgar los taxistas a partir de las seis de la tarde en sitios estratégicos. Conozco a una persona que asistió a una de estas fiestas, donde vio llegar a una madre con tres hijos pequeños (de las mismas edades --nueve, diez, doce años-- con que se ofrecen a los turistas con gestos obscenos). El acceso a la orgía cuesta un dólar, pero el dinero alcanza para sobornar a las patrullas de la policía.

Multiplíquense los ejemplos individuales por un millón --siendo conservadores-- y súmesele luego la institución del robo, el contrabando, la vagancia y otras lacras que el Estado totalitario induce por su propia existencia, y estaremos en presencia de una sociedad envilecida, de un carbunclo que ciertamente ofende a los vecinos y bien exige alguna urgente intervención.

© Echerri 2004

 

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