El regreso a Itaca
Gina Montaner, El
Nuevo Herald, 5 de julio de 2004.
Debo ser la única optimista en medio de
los gestos airados de los últimos días
debido a las medidas del gobierno Bush contra
Cuba. Hemos visto las imágenes de gente
iracunda en el aeropuerto de Miami y familiares
llorosos en el de La Habana. Una suerte de revival
de los truenos que desató el affair Elián
González. Cuando se desbordó la
ponzoña fermentada tras 45 años
de dictadura estúpida y feroz. Estamos
en las mismas. O eso parece.
Insisto: debo ser la única optimista en
este mar que se revuelve cada cierto tiempo y
sale el fangal del odio. A mi juicio las medidas
--salvo la hasta ahora utópica transmisión
de Radio y TV Martí en Cuba-- a estas alturas
del juego me parecen innecesarias. Sobre todo
porque dudo que conseguirán propiciar de
una vez la transición democrática
en la isla. Es decir, por un problema exclusivamente
pragmático. Si pensara que el paquete de
caprichosas restricciones pudiera ahogar la satrapía
castrista y acelerar una eutanasia política
que ya va siendo más que necesaria, pues
adelante.
No se me caen los anillos a la hora de pensar
en un dolor temporal de la familia cubana dividida.
A fin de cuentas durante décadas el exilio
histórico y sus familiares en la isla soportaron
un total aislamiento impuesto por el régimen
de Castro. En cuanto al tema humanitario, merece
la pena recordar que el embargo global a Sudáfrica
en tiempos del infame apartheid (con la excepción
de Israel) le pareció perfecto hasta a
los progres más sensibleros. Y como ya
no estamos para hipocresías, todos sabemos
que si alguien sufrió en sus carnes el
bloqueo fueron los negros surafricanos en barrios
marginales como Soweto. No los afrikaners rubios,
que vivieron bien hasta el último momento.
Aun así el mundo comprendió que
merecía la pena apostar por duras sanciones
económicas contra un sistema que perpetuaba
nociones deleznables. Y bueno, aquello cayó
en gran medida gracias a las presiones internacionales.
El caso de Cuba es otro, pues no ha habido consenso
a la hora de castigar de una manera efectiva a
un gobierno despótico como el cubano. Por
razones que se me escapan al raciocinio, muchos
han querido creer que la mejor manera de acabar
con el castrismo es que el mundo se abra a él
a pesar de que él no se abra al mundo.
Los enemigos de las terribles dictaduras militares
de Latinoamérica siempre pensaron que el
aislamiento era el único camino para acabar
con los Pinochet o los Videla. No recuerdo que
nadie abogara por inundar las calles de lo que
fue Santiago ensangrentado con alegres turistas
para resucitar a los desaparecidos. No, exigimos
represalias contra los fascistas y todavía
hoy aplaudimos a cualquier tribunal internacional
que los juzgue por los crímenes cometidos.
Sin embargo, en el caso cubano existe una suerte
de superstición de que el turisteo sexual
de los italianos y españoles, o sea, el
intercambio de flujos entre pueblos, va a derribar
el invisible muro de la vergüenza de una
dictadura esclerótica. No olvidemos que
bajo el franquismo nunca faltaron las liberadas
turistas suecas dispuestas a enseñarles
una cosa o dos al español de turno y eso
no impidió que Franco muriera en la cama
con las sondas puestas. El franquismo exhaló
con la muerte del caudillo y la voluntad de cambio
de sus hombres una vez que comprobaron que el
generalísimo ya no respiraba. Así
que, pamplinas demagógicas aparte, Cuba
no experimenta una apertura porque jamás
ha habido el menor intento por parte de Castro
y su entorno de dar por terminado su régimen
ineficaz y abusón.
Si las medidas impuestas por los Estados Unidos
contra Cuba pudieran en verdad acelerar los cambios
necesarios, sería la primera en apoyarlas.
Porque creo en el principio moral de aislar hasta
la asfixia a los regímenes deplorables
de este planeta. Tanto (me puedo permitir el lujo
de la verticalidad ética porque no me dedico
a la realpolitik), que me repugna la buena relación
que hoy en día Estados Unidos mantiene
con una China en la que los disidentes se pudren
en cárceles infectas. O la política
blanda de todos los gobiernos españoles
con su antigua colonia, Guinea Ecuatorial, esclavizada
bajo el bárbaro Obiang. O que las verdaderas
razones por las que el gobierno de Chirac no apoyó
la guerra contra Irak no fueron por principios
no intervencionistas, sino por los millonarios
negocios con Saddam Hussein. Es decir, no me escandalizan
las presiones que puedan contribuir al derrocamiento
de sistemas impresentables. Todo lo contrario.
Lo que me indigna es que las democracias sean
selectivas con sus repudios o que nos hagan perder
el tiempo con gestos meramente políticos
o electoralistas.
Al principio de este artículo me declaré
irredenta optimista y aprovecho el último
párrafo para aclarar un sentimiento que
en estos días de encono pudiera parecer
inexplicable: estamos en la recta final del tortuoso
camino impuesto sólo y exclusivamente por
Castro. El tipo está reviejo y cuando muera
sus secuaces se diluirán en una inevitable
transición. Soy optimista porque todo lo
que nos queda por delante es la reconstrucción
a partir de las ruinas si somos capaces de, por
una vez, renunciar a la exaltación del
caudillismo. Me niego a participar del circo romano
montado por la torpeza de unos y la infinita maldad
de otros. Espero, paciente y zen, el regreso a
Itaca.
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