Las
lágrimas de Lissette
Por Carlos Ferrera. Publicado
el 13 de enero de 2004, Mujeres
del Tercer Milenio.
Ayer desempolvé con dolor uno de los añejos
recuerdos que guardo aun de esa Habana que hoy
se me antoja triste y decadente, harta de esperar
por el auxilio de sus hijos. Me lo trajo a la
memoria un programa de Antena 3 que intentaba
arrojar luz sobre un asunto que a todos los cubanos
nos resulta amargamente próximo.
Un osado equipo de periodistas de esa cadena
viajó a Cuba, cámara oculta en ristre,
para tomarle el pulso a la prostitución
en la Isla, vista desde el prisma de los españoles
que viajan allí para cambiar sexo fácil
por euros miserables.
Pedro Piqueras, el presentador del magazín
informativo, había invitado al plató
para hablar del tema a su colega cubana Lissette
Bustamante, otrora periodista adscrita a un medio
de comunicación del régimen de Castro,
que hace años tomó la decisión
personal de abandonar la Isla y poner punto final
a su colaboración con la que posiblemente
sea hoy la prensa menos libre del planeta.
Con independencia del pasado oficial de Bustamante,
criticado en su momento por muchos antifidelistas
de pro cuando escribía para un tabloide
comunista y tendencioso como todos los de allí,
siempre he admirado la coherencia y valentía
personal de esta mujer, que lo tenía y
lo dejó todo para ser consecuente con sus
principios, aunque como a tantos de nosotros,
eso le costara el desarraigo y un forzado exilio
permanente que la despojó de las cosas
que le importaban, porque sigue siendo cubana.
Lissette estaba ayer en Antena 3, entre otras
cosas por haber escrito un libro, "Jineteras",
que venía muy al hilo de la historia que
contaba el material aportado por los reporteros
que hicieron la investigación emitida por
el programa, y para el cual arriesgaron bastante
más de lo que seguramente creen. Proponerse
sacar a la luz la ropa sucia de Fidel es casi
una utopía, hacerlo es una temeridad, y
conseguirlo, toda una hombrada.
Y allí estaba Lissette dispuesta a dar
un criterio meridiano sobre la dura vida de las
mujeres de la calle en Cuba, y poner ese punto
de lucidez que echo tanto de menos cuando aparece
un paisano en un canal español para explicar
nuestras circunstancias, casi siempre envenenado
por posturas de extremo que por lo general nunca
son objetivas y que por las formas, siempre despojan
de razón a quien la lleva.
Hace unos años, a propósito del
alud de folclóricas y presentadoras de
televisión que llenaron la prensa rosa
de pútridas historias de amor con sementales
cubanos, escribí un artículo donde
refrendaba nuestro derecho a exigir el respeto
que merece cualquier persona de cualquier sitio,
sin tener que arrastrar el estigma de ser bueno
en la cama como única marca de fábrica.
Decía entonces que nací y crecí
en Cuba sin saber qué cosa era meterse
en la cama con alguien por dinero, y cualquier
cubano de mi generación sabe que eso es
rigurosamente cierto.
Hace poco viajé a la Isla y pude ver
in situ el drama de las jineteras y los "pingueros"
(equivalente masculino de las prostitutas, también
para el mercado masculino) de los que poco se
habla cuando se trata el tema de la prostitución,
porque aquí y allá, aun la homosexualidad
no es plato de gusto para los medios de comunicación.
Me fue casi imposible encontrar un lugar público
en La Habana donde no se me ofreciera sexo a cambio
de unos cuantos dólares, e incluso constaté
que alguno de esos sitios eran prostíbulos
oficiales donde cada noche se reúnen hombres
y mujeres desde los 13 hasta los 40 años,
para "hacer el pan" con el primer turista
que se ponga a tiro, con el visto bueno de la
policía y soborno mediante.
Aunque el tema me era familiar, mientras veía
el programa de Piqueras de repente el sofá
se me hizo inmenso, porque fui empequeñeciendo
según avanzaba el video que hurgaba en
el corazón mismo de la tragedia.
Conocía de sobras el drama de esas mujeres
empujadas a la venta de su cuerpo por cuatro duros
(¿qué cubano no conoce alguna, si
allí puede ser nuestra vecina?), pero el
dolor quizás es más lacerante cuando
se manifiesta la repugnante actitud de quienes
cruzan el Atlántico cargados de regalos
de "Todo a cien" para hundirlas más
en la mierda a cambio de un creyón de labios,
porque según algunos, "follar con
una cubana es tan fácil como tomarse un
vaso de agua".
En el plató, vi a Lissette llorar de
impotencia antes de poder emitir su opinión.
Y entendí entonces, más si cabe,
cuánto daños nos hizo y nos sigue
haciendo a los cubanos de dentro y de fuera, el
hombre que decidió adueñarse de
nuestras vidas con la promesa de un futuro mejor,
que ha resultado bastante peor que cualquiera
de nuestros pasados.
Sentí el calor de las lágrimas
de Lissette aunque mis ojos estuvieran secos y
fijos en la pantalla. Sentí su dolor, su
rabia y su desprecio, como si me unieran vínculos
de sangre con aquellas mujeres que no conozco
y que probablemente jamás veré en
mi vida. Pero, más que su discurso encendido
y vibrante contra el abuso y por la libertad,
fueron las lágrimas de rabia de Lissette
las que tocaron el fondo de mi corazón,
que son las lágrimas de los miles de mujeres
que tienen que humillarse cada noche en el camastro
anónimo de una casa de citas, bajo el cuerpo
de uno de esos mercaderes del sexo a los que poco
importa la vida de la mujer que han comprado,
y dentro de la que descargan su fétida
lascivia. Mañana vendrá otra que
sólo les costará otros 30 euros,
o con suerte simplemente un estuche de maquillaje.
Las lágrimas de Lissette son las de miles
de madres cubanas que con seguridad no querían
tal futuro para sus hijas, porque Fidel les dijo
que con Batista se desterró la prostitución
y sus lacras, pero que hoy deben esperar en casa
en silencio y con el corazón destrozado,
a que regrese la niña con un puñado
de dólares para poner algo en la nevera,
aunque el precio sea alto y doloroso.
Las lágrimas de Lissette puede que aun
no hayan salido de los ojos de miles de madres
que ignoran que un chulo pone precio al cuerpo
de sus hijas en una discoteca habanera si el negocio
no marcha, para que pueda ser vejado y mancillado
a voluntad por un señor que no puede encontrar
ese servicio en Madrid, y cruza el charco para
descargar su violencia en una chica de 15 años,
y hundirla más en la miseria. Ella jamás
podrá acudir a pedir protección
porque la Revolución es inflexible: las
putas van a la cárcel.
Benditas sean tus lágrimas Lissette,
que son también las mías, pero ojalá
llegue pronto el día en que tú y
todas las madres cubanas puedan parar de llorar,
cuando al fin sus hijas y sus hijos no tengan
que llenarles la nevera vendiendo a trozos su
porvenir.
Entonces yo también dejaré de
llorar.
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