PRENSA INTERNACIONAL
Enero 12, 2004

Mis cuatro Cubas

Agustín Tamargo. El Nuevo Herald, 11 de enero de 2004.

Hay un lugar en el mundo --verde como los cañaverales, erguido como una palma real-- que yo no cambio por ningún otro. Se llama Cuba. No la amo, corre por mis venas a torrentes como mi propia sangre. Y si un día, por un fenómeno telúrico, desapareciera de la superficie terrestre, yo desaparecería con ella. Todo lo demás, en mi ser enfermo de febril nostalgia, pertenece al reino indefinible de las sombras. ¿Será necesario que un día perdamos algo entrañable para descubrir que sin ese algo nuestra existencia espiritual carece de sentido? No lo sé. Pero sí sé que ahí, en medio del Caribe, está una isla atravesada de verdes ríos, cuajada de valles mágicos, traspasada de ardientes músicas y saturada de calurosos pueblos que un día yo perdí y sin la cual desde entonces vivo la existencia de un árbol trasplantado. Hay sol, hay aire, hay agua aquí donde yo vivo. Pero no son los de allá, no son los míos. Esto no se llama amor. Esto se llama enfermedad.

La acción del tiempo y la voluntad a veces recta y a veces torcida de los cubanos han producido en nuestro territorio mágico, a través de la historia, contradictorias mutaciones. Lo sabemos, aunque no lo hayamos vivido. Yo diría que esas mutaciones esenciales integraron o integraran fundamentalmente cuatro Cubas. La primera Cuba yo no la viví, la leí. La segunda Cuba la habité mal, hiriéndola con mis juveniles dardos críticos. La tercera es la de hoy, que llevo como un puñal atravesado en el corazón. Por la cuarta espero, de pie en el umbral del tiempo, con el alma atravesada por una mezcla de ilusiones, miedos y ansiedades.

El parangón entre una y otra Cuba es inevitable. ¿Cómo fue aquella primera Cuba del siglo XIX que levantaba la cabeza como una rosa entre los matorrales del coloniaje? Era hermosa, era grande, palpitaba de vida e iba descubriendo misteriosamente en su ser íntimo un latido ardiente que se expresaba de este modo: sin libertad no hay dignidad. Un día, fue un sacerdote violinista que encendió el cirio de la inconformidad en el altar de las complicidades (Varela). Otros fueron Agramonte y Céspedes, que amarraron a las monturas de sus caballos de guerra sus diplomas de abogados. Otro fue Aguilera, que arrojó en la trinchera de la ruina bélica sus ingenios azucareros. Hubo una pausa, corta, amarga, inquieta, y tras esa pausa dio Cuba otra vez nuevas generaciones de hijos tensos y puros, blancos y negros, del campo y de la ciudad, simbolizados en un poeta del exilio y un ex arriero de mulas de la sierra, Martí y Maceo. Casi todos murieron antes de que cuajara su noble sueño, que había sido cristalizado en Guáimaro y en el Manifiesto de Montecristi.

Casi ninguno pudo ver la ansiada libertad ondeando como un pendón por sobre el territorio de la nueva nación libre. Pero la herencia estaba allí. Cuba era la última república libre de las Américas. Llegaba en ruinas, había costado mucha prosperidad y mucha sangre. Pero estaba allí.

La segunda Cuba es la que se inició en 1902. Venía lastrada. Traía al tobillo el dogal de la intervención extranjera, veía sus poderes nacionales limitados por una presión cercana, pero extraña al fin. Fue una época de tanteos, de errores y de contradicciones. Fueron días en que el cubano, que de hombre se había convertido en ciudadano, se daba leyes, se forjaba instituciones, se avenía con un nuevo status internacional para el que no contaba con ninguna experiencia. Cometió errores. Héroes de la gran epopeya bélica se transformaron en políticos mediocres o en caciques militares. Hubo alzamientos bélicos entre facciones políticas, hubo una deplorable guerrita racial, hubo hasta un presidente que pidió la intervención extranjera y hubo, lamentablemente, el intento de convertir el sueño republicano en una pesadilla golpista y cuartelera. Pero la Cuba eterna, la Cuba subterránea estaba viva y no dejó pasar el fraude. Las nuevas generaciones se pusieron en pie, como lo habían hecho las del 68 y el 95. Y a la mitad del siglo Cuba había expulsado al interventor extranjero, había hecho cuajar el más hermoso programa de prosperidad urbana y rural, había elevado la educación y la cultura, había creado la mejor prensa del idioma, había convertido a la pequeña isla rezagada de la libertad en el territorio más espléndido y ejemplar de América y había dejado grabada para la historia, como remedio a todos sus males cívicos, la ejemplar constitución del 40, una de las más avanzadas del mundo. Si un solo rasgo pudiera definir ese tumultuoso periodo republicano, ese rasgo sería éste: la ausencia de odio. Usted podía ser liberal o conservador, derechista o izquierdista, blanco o negro, civilista o militarista, estudiante culto o campesino iletrado, pero se distinguía siempre por esto: no sentía odio. Ese veneno, que ha gangrenado a través de la historia a tantos pueblos nobles, nunca tocó el tuétano de Cuba, paraíso de la confraternidad.

Hasta que llegó un día la tercera Cuba, ésa que cubre hoy la isla como una negra sombra. ¿Habrá necesidad de describirla? Yo creo que no. Un hombre la define, pero más que un hombre es un método: el método de la esclavitud total. La ciudad es esclava, el campo es esclavo, la cultura es esclava, el trabajo es esclavo. Un panorama la domina: la ruina absoluta, agrícola e industrial. Un símbolo la califica: el presidio político. Un solo rasgo humano la caracteriza: la sumisión. Los militares son sumisos, los poetas son sumisos, los periodistas son sumisos, los líderes religiosos son sumisos. Ese panorama siniestro pone escalofríos en quien lo observe de cerca. ¿A dónde se va desde este horrible punto? ¿Cómo se sale de este implacable mal, de esta servidumbre total, y se le pone alas al espíritu de los ciudadanos? ¿Dónde están esos ciudadanos? ¿Es un ciudadano el que no vota libremente, ni viaja libremente, ni opina libremente? ¿Es un hombre, un verdadero hombre, ese ente a quien se le ha ocultado su historia, se le ha hecho renegar de sus orígenes y se le ha vuelto de espaldas a sus tradiciones más sagradas? Yo creo que no. Yo no me engaño con falsas ilusiones. Yo sé el daño que la tiranía castrista ha producido, no en la Cuba material tan sólo, en la Cuba moral. Yo sé de qué manera la tiranía ha impuesto desde la infancia en sus escuelas una sola asignatura: la del odio. Yo sé lo que es una vega de tabaco, o un campo de caña o un cafetal. Pero sé también lo que es un cementerio. Y la Cuba de Castro es eso: un cementerio.

Esa cuarta Cuba que nos espera, es la que mi alma reposada y vieja no quisiera morir antes de verla. Yo vi otras. Yo leí sobre otras. Yo viví otras. Ninguna fue tan funesta y negra como ésta. Ninguna llevó a ese pueblo a un abismo tan profundo como ése en el que está hundida Cuba hoy. A la tiranía castrista la trajimos un día los cubanos con nuestro inocente entusiasmo patriótico y nuestos cándidos aplausos. Para echarla abajo, para borrarla para siempre de nuestros anales, para intentar devolver la patria al noble sendero nacional mambí, de donde el déspota la sacó un día, los cubanos vamos a tener que derramar muchas lágrimas y acaso mucha sangre. Mientras ese día llega yo quiero compartir con ustedes el fragmento de un poema de la inolvidable Pura del Prado, que me regala mi querido poeta Orlando González Esteva. Dice así:

La isla estará siempre invictamente viva aunque faltemos.

Sobrevivirá los derrumbes históricos, las emigraciones, los conflictos políticos.

Es bueno que así sea.

Consuela pensar que al paso de los siglos la tierra estará allí chorreando espumas, bajo los nimbos de orlas mandarinas, con su verde inviolable, los dedos de sus palmas arañando el cordaje del viento cuando llueve.

Y ojalá que se llame siempre Cuba, que el sol no me la olvide, que la acompañen himnos y renuevos del hombre.

Cuando las ciudades estén bajo el polvo, cuando las generaciones desaparezcan, después de los cataclismos, mi ciclónica madre flotará entre las aguas,


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