Mis
cuatro Cubas
Agustín Tamargo. El
Nuevo Herald, 11 de enero de 2004.
Hay un lugar en el mundo --verde como los cañaverales,
erguido como una palma real-- que yo no cambio
por ningún otro. Se llama Cuba. No la amo,
corre por mis venas a torrentes como mi propia
sangre. Y si un día, por un fenómeno
telúrico, desapareciera de la superficie
terrestre, yo desaparecería con ella. Todo
lo demás, en mi ser enfermo de febril nostalgia,
pertenece al reino indefinible de las sombras.
¿Será necesario que un día
perdamos algo entrañable para descubrir
que sin ese algo nuestra existencia espiritual
carece de sentido? No lo sé. Pero sí
sé que ahí, en medio del Caribe,
está una isla atravesada de verdes ríos,
cuajada de valles mágicos, traspasada de
ardientes músicas y saturada de calurosos
pueblos que un día yo perdí y sin
la cual desde entonces vivo la existencia de un
árbol trasplantado. Hay sol, hay aire,
hay agua aquí donde yo vivo. Pero no son
los de allá, no son los míos. Esto
no se llama amor. Esto se llama enfermedad.
La acción del tiempo y la voluntad a veces
recta y a veces torcida de los cubanos han producido
en nuestro territorio mágico, a través
de la historia, contradictorias mutaciones. Lo
sabemos, aunque no lo hayamos vivido. Yo diría
que esas mutaciones esenciales integraron o integraran
fundamentalmente cuatro Cubas. La primera Cuba
yo no la viví, la leí. La segunda
Cuba la habité mal, hiriéndola con
mis juveniles dardos críticos. La tercera
es la de hoy, que llevo como un puñal atravesado
en el corazón. Por la cuarta espero, de
pie en el umbral del tiempo, con el alma atravesada
por una mezcla de ilusiones, miedos y ansiedades.
El parangón entre una y otra Cuba es inevitable.
¿Cómo fue aquella primera Cuba del
siglo XIX que levantaba la cabeza como una rosa
entre los matorrales del coloniaje? Era hermosa,
era grande, palpitaba de vida e iba descubriendo
misteriosamente en su ser íntimo un latido
ardiente que se expresaba de este modo: sin libertad
no hay dignidad. Un día, fue un sacerdote
violinista que encendió el cirio de la
inconformidad en el altar de las complicidades
(Varela). Otros fueron Agramonte y Céspedes,
que amarraron a las monturas de sus caballos de
guerra sus diplomas de abogados. Otro fue Aguilera,
que arrojó en la trinchera de la ruina
bélica sus ingenios azucareros. Hubo una
pausa, corta, amarga, inquieta, y tras esa pausa
dio Cuba otra vez nuevas generaciones de hijos
tensos y puros, blancos y negros, del campo y
de la ciudad, simbolizados en un poeta del exilio
y un ex arriero de mulas de la sierra, Martí
y Maceo. Casi todos murieron antes de que cuajara
su noble sueño, que había sido cristalizado
en Guáimaro y en el Manifiesto de Montecristi.
Casi ninguno pudo ver la ansiada libertad ondeando
como un pendón por sobre el territorio
de la nueva nación libre. Pero la herencia
estaba allí. Cuba era la última
república libre de las Américas.
Llegaba en ruinas, había costado mucha
prosperidad y mucha sangre. Pero estaba allí.
La segunda Cuba es la que se inició en
1902. Venía lastrada. Traía al tobillo
el dogal de la intervención extranjera,
veía sus poderes nacionales limitados por
una presión cercana, pero extraña
al fin. Fue una época de tanteos, de errores
y de contradicciones. Fueron días en que
el cubano, que de hombre se había convertido
en ciudadano, se daba leyes, se forjaba instituciones,
se avenía con un nuevo status internacional
para el que no contaba con ninguna experiencia.
Cometió errores. Héroes de la gran
epopeya bélica se transformaron en políticos
mediocres o en caciques militares. Hubo alzamientos
bélicos entre facciones políticas,
hubo una deplorable guerrita racial, hubo hasta
un presidente que pidió la intervención
extranjera y hubo, lamentablemente, el intento
de convertir el sueño republicano en una
pesadilla golpista y cuartelera. Pero la Cuba
eterna, la Cuba subterránea estaba viva
y no dejó pasar el fraude. Las nuevas generaciones
se pusieron en pie, como lo habían hecho
las del 68 y el 95. Y a la mitad del siglo Cuba
había expulsado al interventor extranjero,
había hecho cuajar el más hermoso
programa de prosperidad urbana y rural, había
elevado la educación y la cultura, había
creado la mejor prensa del idioma, había
convertido a la pequeña isla rezagada de
la libertad en el territorio más espléndido
y ejemplar de América y había dejado
grabada para la historia, como remedio a todos
sus males cívicos, la ejemplar constitución
del 40, una de las más avanzadas del mundo.
Si un solo rasgo pudiera definir ese tumultuoso
periodo republicano, ese rasgo sería éste:
la ausencia de odio. Usted podía ser liberal
o conservador, derechista o izquierdista, blanco
o negro, civilista o militarista, estudiante culto
o campesino iletrado, pero se distinguía
siempre por esto: no sentía odio. Ese veneno,
que ha gangrenado a través de la historia
a tantos pueblos nobles, nunca tocó el
tuétano de Cuba, paraíso de la confraternidad.
Hasta que llegó un día la tercera
Cuba, ésa que cubre hoy la isla como una
negra sombra. ¿Habrá necesidad de
describirla? Yo creo que no. Un hombre la define,
pero más que un hombre es un método:
el método de la esclavitud total. La ciudad
es esclava, el campo es esclavo, la cultura es
esclava, el trabajo es esclavo. Un panorama la
domina: la ruina absoluta, agrícola e industrial.
Un símbolo la califica: el presidio político.
Un solo rasgo humano la caracteriza: la sumisión.
Los militares son sumisos, los poetas son sumisos,
los periodistas son sumisos, los líderes
religiosos son sumisos. Ese panorama siniestro
pone escalofríos en quien lo observe de
cerca. ¿A dónde se va desde este
horrible punto? ¿Cómo se sale de
este implacable mal, de esta servidumbre total,
y se le pone alas al espíritu de los ciudadanos?
¿Dónde están esos ciudadanos?
¿Es un ciudadano el que no vota libremente,
ni viaja libremente, ni opina libremente? ¿Es
un hombre, un verdadero hombre, ese ente a quien
se le ha ocultado su historia, se le ha hecho
renegar de sus orígenes y se le ha vuelto
de espaldas a sus tradiciones más sagradas?
Yo creo que no. Yo no me engaño con falsas
ilusiones. Yo sé el daño que la
tiranía castrista ha producido, no en la
Cuba material tan sólo, en la Cuba moral.
Yo sé de qué manera la tiranía
ha impuesto desde la infancia en sus escuelas
una sola asignatura: la del odio. Yo sé
lo que es una vega de tabaco, o un campo de caña
o un cafetal. Pero sé también lo
que es un cementerio. Y la Cuba de Castro es eso:
un cementerio.
Esa cuarta Cuba que nos espera, es la que mi
alma reposada y vieja no quisiera morir antes
de verla. Yo vi otras. Yo leí sobre otras.
Yo viví otras. Ninguna fue tan funesta
y negra como ésta. Ninguna llevó
a ese pueblo a un abismo tan profundo como ése
en el que está hundida Cuba hoy. A la tiranía
castrista la trajimos un día los cubanos
con nuestro inocente entusiasmo patriótico
y nuestos cándidos aplausos. Para echarla
abajo, para borrarla para siempre de nuestros
anales, para intentar devolver la patria al noble
sendero nacional mambí, de donde el déspota
la sacó un día, los cubanos vamos
a tener que derramar muchas lágrimas y
acaso mucha sangre. Mientras ese día llega
yo quiero compartir con ustedes el fragmento de
un poema de la inolvidable Pura del Prado, que
me regala mi querido poeta Orlando González
Esteva. Dice así:
La isla estará siempre invictamente viva
aunque faltemos.
Sobrevivirá los derrumbes históricos,
las emigraciones, los conflictos políticos.
Es bueno que así sea.
Consuela pensar que al paso de los siglos la
tierra estará allí chorreando espumas,
bajo los nimbos de orlas mandarinas, con su verde
inviolable, los dedos de sus palmas arañando
el cordaje del viento cuando llueve.
Y ojalá que se llame siempre Cuba, que
el sol no me la olvide, que la acompañen
himnos y renuevos del hombre.
Cuando las ciudades estén bajo el polvo,
cuando las generaciones desaparezcan, después
de los cataclismos, mi ciclónica madre
flotará entre las aguas,
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