PRENSA INTERNACIONAL
Enero 5, 2004

Cuba: vigencia de los cambios violentos (II)

Vicente Echerri. El Nuevo Herald, 2 de enero de 2004.

Así como creo injusto deslegitimar la opción violenta en nuestras guerras de independencia por culpa del hábito malsano de recurrir a la ''revolución'' como instrumento de cambios políticos en nuestra breve historia republicana, me parece del todo infundado suponer, como han hecho en Cuba algunos historiadores oficiales, que la intervención norteamericana de 1898 fue una coyuntura de la que se aprovechó Estados Unidos para frustrar el triunfo de los cubanos y mediatizar nuestra soberanía. La guerra hispano-americana, que puso fin a la dominación española en Cuba, fue más bien el resultado del intenso cabildeo de los cubanos del exilio --apoyados por el liderazgo insurrecto-- que lograron, gracias a la colaboración de sus amigos de la prensa --Horatio Rubens, Joseph Pulitzer, Henry Dana y William Randolph Hearst--, persuadir a la opinión pública norteamericana y al nada entusiasta presidente William McKinley de la necesidad de intervenir en la contienda que se libraba en Cuba.

Me parece admirable que los cubanos de entonces consiguieran interesar masivamente a los norteamericanos en la causa de su rebelión nacional, seducir al gobierno de Estados Unidos con esa guerra y comprometerlo públicamente (mediante la resolución conjunta del Congreso en abril de 1898) a respetar la independencia de Cuba; en fin, lograr que fueran a sacar a los españoles, a reconstruir y sanear el país y, hecho este trabajo, devolvérselo a los cubanos. Así mirado, la Enmienda Platt y los terrenos cedidos a la armada norteamericana para unas carboneras fueron en verdad un precio ridículo. Tristemente, los cubanos de un siglo después, no obstante la influencia indiscutible de algunos cabilderos en Washington, no hemos conseguido ese respaldo de la opinión pública de Estados Unidos, en tanto la tesis de la remoción violenta del castrismo ha perdido pertinencia y tiende a verse, cada vez más, como una irrealizable utopía, de cuyo descrédito dan testimonio, desde los tiempos de Bahía de Cochinos, una serie de intentonas fallidas. A esto se suma el acomodo, por partida doble, de un pueblo que se ha ido asentando a ambos lados del Estrecho de la Florida y que, en su inmensa mayoría, ha perdido la fe en los cambios políticos y en la necesidad de procurarlos, sobre todo si ello conlleva poner la vida en juego. Ya entre los nuestros apenas hay quien crea que "morir por la patria es vivir''.

Son cada vez más los cubanos ''exiliados'' que viajan regularmente a Cuba a ver a familiares y amigos o, simplemente, a participar con entusiasmo del comercio sexual que en Estados Unidos les resultaría más riesgoso y más caro. En tanto otros se dedican a lucrar en el mercado negro, al tráfico de inmigrantes o a la importación de artículos que violan el embargo. No faltan los que a título de particulares --y hasta algún presunto ''líder'' del exilio-- han vuelto a Cuba, a vivir, con el pretexto de reinsertarse en la vida cubana y ayudar a propiciar cambios internos, cuando, en muchos casos, se trata de jugar una vulgar carta de notoriedad a poco costo.

Por su parte, los cubanos de allá o bien son candidatos o aspirantes a la emigración o bien, con un derrotismo inculcado desde el poder, se han resignado a la vida de explotación, mendicidad, discriminación y envilecimiento que prima en esa sociedad. Los disidentes políticos, activistas pro derechos humanos, periodistas y bibliotecarios independientes que responden por el decoro de nuestro país, son todos ellos pacifistas, por convicción o por miedo. Ninguno de los encarcelados en la última oleada represiva, a quienes les impusieron atroces sanciones totalmente injustificadas, se ha pronunciado jamás, al menos que yo sepa, a favor del derrocamiento del régimen por medios violentos, sobre todo si ello conlleva la participación de fuerzas armadas de una potencia extranjera. Resulta que frente a la más inmovilista represión que haya padecido nuestro país desde la época colonial, los cubanos más dignos, valerosos y políticamente comprometidos responden como fieles discípulos de Gandhi y Luther King. ¿Se trata de que el comunismo ha logrado por fin civilizarnos o estamos frente a un caso de emasculación colectiva?

A menos que se produzca una sublevación imprevista y que el régimen desate una matanza de última hora, la inevitable transición en Cuba, de la dictadura a la democracia, se hará por esos medios ''pacíficos'' de los que casi todos se sienten partidarios; es decir, mediante avenencias y componendas entre empresarios y generales, funcionarios y disidentes, cuadros del partido y representantes de los grandes consorcios, en los que no faltará la contribución de algunos exiliados. No habrá trauma sangriento, ciertamente, pero incontables violaciones de los derechos humanos se quedarán impunes, la galopante corrupción de hoy encontrará motivos de acrecentamiento, y la explotación de los más pobres alcanzará niveles de máxima crueldad.

Frente a esa perspectiva sigo creyendo, contra toda esperanza, que la mejor receta para el porvenir de mi país comienza por la sanidad de las magnas demoliciones, semejantes a las que vimos en meses pasados ocurrir en Bagdad; del derrocamiento del régimen de Castro o de sus herederos; y de una ocupación militar que disuelva e ilegalice el partido gobernante y encarcele a los máximos responsables de nuestro desastre nacional. Esto, lo sé, es muy difícil que acontezca; pero creo que el verdadero patriotismo de los cubanos debería asemejarse al de nuestros exiliados del siglo XIX, que lograron convencer a un gobierno norteamericano renuente de la importancia y ventajas de intervenir en Cuba.

© Echerri 2003


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