Cuba:
vigencia de los cambios violentos (I)
Vicente Echerri. El
Nuevo Herald, enero 1, 2004.
Un amigo me decía hace poco, entre bromas
y veras, que mi posición ideológica,
en el espectro político del exilio cubano,
estaba tan a la derecha que podría tomarse
de paradigma o punto de referencia, semejante
a lo que es, en términos climáticos,
el cero absoluto; que a mi derecha ya sólo
se encontraba el abismo. Esta opinión,
que no me ocuparé de desmentir aquí,
si bien me parece exagerada, se afirma, más
bien, por contraste: la mayoría de mis
compatriotas que expresan públicamente
sus opiniones han ido derivando, con mayor o menor
discreción, hacia posiciones más
conciliatorias hacia el castrismo y, en consecuencia,
situándose a la izquierda de unos pocos
intransigentes que no hemos encontrado razones
para movernos. Si me encuentro en la extrema derecha
es tan sólo por deserción de otros;
personalmente, la profesión de extremista
siempre me ha repugnado.
Sucede, sin embargo que, en vísperas de
que ocurran cambios en Cuba (esas vísperas,
advierto, pueden tardar años) y en franco
período postcastrista (aunque Castro siga
vivo y en el poder), los cubanos de varias denominaciones
políticas e ideológicas no pierden
ocasión de subrayar que aspiran a que esos
cambios sean ''pacíficos''. Este adjetivo
va tan colgado de la palabra cambios, en la jerga
política cubana de estos días, que
temo se haya convertido ya en un epíteto,
de suerte que nadie se atreva a decir ''cambios''
sin agregar lo de ''pacíficos'' como un
obligado comodín.
Por supuesto, los no cubanos que opinan sobre
nuestra situación, ya sean norteamericanos,
latinoamericanos o europeos, líderes políticos
o religiosos, intelectuales o activistas de derechos
humanos, también se sienten conminados,
al parecer como prueba de civilidad, a insistir
en la naturaleza pacífica de los cambios
que aspiran o promueven para mí país.
En cualquier foro internacional en el que alguien
aborda el tema de Cuba, por su propia iniciativa
o respondiendo a preguntas de la prensa, el opinante,
al tiempo que censura al castrismo por su agresión
a las libertades fundamentales del pueblo cubano
y resalta la necesidad de que éste regrese
a vivir en un estado de derecho, no olvida mencionar,
aunque sea como aspiración, el carácter
pacífico a que parece estar condenada nuestra
transición hacia la democracia. A riesgo
de precipitarme por el abismo que ese buen amigo
dice que tengo a mi derecha, creo, sinceramente,
que sería lamentable que la transición
hacia la democracia en Cuba se produzca por los
reiterados medios ''pacíficos'' que todo
el mundo se siente en la necesidad de invocar.
Con esto no se entienda que abogo por la degollina
que podría ocurrir en caso de producirse
un desplome súbito de la autoridad y que,
ciertamente, conduciría a un estado de
anarquía que pondría en peligro
la existencia misma de la vida civilizada; pero
sí deploro que la ocupación militar
norteamericana y un breve gobierno interventor
no hayan de ser la pauta que marque el cambio
hacia la democracia en Cuba, con la necesaria
exclusión, impuesta por la armas, de los
elementos más comprometidos con el actual
régimen, buen número de los cuales
son deudores de la justicia por la comisión
de graves delitos.
Como esta posibilidad es remota (pese a los temores
que a diario propaga el régimen de Castro),
muchos cubanos han empezado a distanciarse de
ella, apostando, en cambio, por fórmulas
más viables que les permitan algún
grado de participación en ese cambio que
estiman próximo. Muchos creen que habría
que intentar obtener pequeños espacios
de colaboración y de influencia en el proceso
de la transición, al precio de convivir
con algunos criminales reciclados. Los criminales,
desde luego, tendrían la oportunidad de
dictar las condiciones de esos cambios, que, necesariamente,
habrían de beneficiarles y, al mismo tiempo,
garantizarles impunidad para sus crímenes.
Así ha pasado en casi todas partes, tanto
en Europa oriental como en América Latina.
El reciente caso de Irak es una honrosa excepción.
En el intento genuino de legitimar la acción
pacífica para desmovilizar al castrismo
y abrir nuestro país a la democracia luego
de este desastroso experimento, se conjuga una
especie de pragmatismo elemental con una exégesis
revisionista de nuestra historia. Esta última
se ha propuesto, con razón, identificar
y desacreditar la violencia revolucionaria que
heredamos como instrumento de cambio desde la
época colonial, reivindicando, en el intento,
a las fuerzas y figuras políticas que,
en el siglo XIX, se opusieron a la lucha armada
contra España.
Hace mucho que he visto en el credo de la revolución
--ese expediente de violencia política
en el que varias generaciones de cubanos creyeron
encontrar el instrumento idóneo para el
cambio-- la más perniciosa y grave de las
causas que engendran el castrismo. Lo fatal no
fue la ''revolución traicionada'' por Castro,
como insisten en afirmar algunos, sino la fe en
la existencia de la Revolución (así
con mayúscula) como un programa incumplido
que nos venía impuesto por la historia
y de cuya realización dependían,
como logros subsidiarios, la liquidación
de las rémoras que se interponían
entre Cuba y la sociedad ideal. Cierto que esa
fe ''revolucionaria'' --que alcanzó un
auge en la vida cubana a partir del derrocamiento
de Gerardo Machado hasta culminar como un estallido
colectivo en el triunfo castrista de 1959-- tiene
sus orígenes en la mística de nuestras
guerras de independencia; pero no creo que debamos
derivarla de ellas como una secuela inevitable,
del mismo modo que nos sería muy difícil
--en el esquema pacifista que se va haciendo hoy
tan popular-- soslayar la contradicción
que nos presenta José Martí, quien,
siendo un hombre con un indiscutible apego a las
fórmulas de la vida civil, las que ambicionaba
con pasión para su país, desató
una de las guerras más cruentas que se
haya librado jamás en suelo americano.
Costaría mucho trabajo sostener que a
Martí --hijo de españoles y orgulloso
de su herencia cultural-- lo animaba un rencor
tan ciego por España que le impidió
tomar el camino que siguieron Rafael Montoro,
Elíseo Giberga y otros intelectuales cubanos
que militaron en el autonomismo y que aspiraban
a que Cuba obtuviese de su metrópoli, por
vías pacíficas, el mismo régimen
que Gran Bretaña le había concedido
al Canadá. Martí inició nuestra
última guerra de independencia por estar
convencido de que la tozudez del gobierno colonial
nunca iba a hacer en Cuba reformas significativas.
Alguien que vio en la violencia un recurso doloroso,
pero inescapable.
© Echerri, 2004
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