PRENSA INDEPENDIENTE
Enero 2, 2004

POLITICA
Conversaciones conmigo mismo (I)

SANTA CLARA, enero (www.cubanet.org) - Hoy me he detenido a mirarme detenidamente frente al espejo; se ha terminado el año, el tercero de este milenio, y ya sobre mi calendario pesa casi medio siglo de vida. Observo una y otra vez que la lisa piel de mi rostro ha dado paso a las huellas de tiempo; la negra cabellera que una vez llegó a caer sobre mis hombros ahora es escasa y se está puliendo de blanco.

No es para menos; las hojas de almanaque caen una tras otra, cada vez más rápido, sin pedirle permiso a nadie. Pero si Ud. nació en un país como el mío, inmerso en la vorágine de una revolución que ha desarrollado una arquitectura social inédita, las huellas, más que eso, se han convertido en cicatrices.

Aquella niñez, bajo un sol tropical responsable de la evaporación del rocío mañanero para dar paso al trinar del sinsonte, al canto de los tomeguines o de los pitirres, convertía a la campiña cubana en una sinfonía infinita. Pero eso es sólo parte del pasado, el mismo que recuerdo con añoranza, así como las escabullidas al río cercano.

De la revolución me enteré cuando ruidosos pájaros de hierro sobrevolaban mi paraíso, en busca de un barbudo desaparecido. Mi papá también montó su caballo y salió en su búsqueda. Lloramos todos, no era para menos. Después asistiría a la escuela rural, donde enseñaban maestros que venían de la ciudad desafiando la distancia. Ya a los 11 años estaba becado, alejado de mi familia y entorno, aunque valía la pena salir del campo, porque de lo contrario, me hubiera visto condenado toda la vida a trabajar sobre el surco. Ellos -mi familia­ querían que fuese médico o ingeniero.

Durante este corto período de vida se producían acontecimientos que marcaron para siempre la isla caribeña. La llegada de la revolución al poder trajo arrestos masivos y paredones, resurgió el presidio político cubano, se generalizaron las incautaciones, los americanos se convierten en nuestros acérrimos enemigos, surge el trabajo voluntario como formador del hombre nuevo, la escasez prolifera, surge la libreta de productos alimenticios, y la Crisis de Octubre puso al mundo al borde de la tercera guerra mundial, antecedida de la llegada de hombres rubios, algunos de ellos apostados cerca de mi terruño, con enorme arsenal de equipos y blindajes que sólo vimos entrar y salir.

Más adelante vendría la cacería de los llamados bandidos, algunos ex miembros de ejército rebelde, se expulsó a los curas del país, se eliminaron los Reyes Magos y la celebración de la Navidad y nos enteramos de la muerte de Che en tierras latinoamericanas.

Aprendí lo que era la etapa de la escuela al campo y en 1968, fui desterrado junto a cientos de otros adolescentes como yo a más de 100 kilómetros de mi pueblo para inaugurar la primera escuela al campo.

Lo más notable de aquel lugar eran la desvergonzada promiscuidad, los robos, la pobre alimentación, la disciplina semimilitar, así como la combinación del estudio y el trabajo. Allí bailé por primera vez y tuve mi segunda novia, y di los primeros berrinches cuando me obligaban a soportar los interminables discursos del máximo líder por la TV.

Ante la escasez de ropa y calzado aparecieron las confecciones de poliéster y los zapatos plásticos, adquiridos a través de las tarjetas de productos industriales por donde regulaban su compra, al igual que los juguetes de los niños. Había perdido los años más hermosos de mi vida al igual que millones de cubanos que como yo manteníamos la añoranza de seguir jugando en el patio de la casa, con el tren construido con las latas de sardinas vacías repleto de caña. Pronto se produciría un cambio trascendental en mi vida.

En 1971 todos los varones de la carrera fuimos enviados al corte de caña de un central vecino, y más tarde fui tildado, como otros compañeros de carrera, de diversionista ideológico, En el segundo año, al término del Congreso de Educación y Cultura, los análisis y propuestas no faltaron, porque pertenecía a una generación rebelde que no aceptaba la imposición de los cánones preestablecidos. Fue entonces cuando escuché por primera vez que la universidad era para los revolucionarios. Para poder participar en la graduación me obligaron a cortarme al pelo, como también fui obligado a cumplir el servicio social de postgraduado en una provincia lejana, como el mejor de los regalos por las pobres evaluaciones políticas de la organización de base de la FEU.

Casi estábamos a mediados de la década de 70, y no suponía que me esperaban los años más duros de mi vida. Con el título en el maletín de viajero, un radio portátil recién regalado por mi abuela para que aprendiera el idioma ruso, y el estigma de problemático comencé la vida laboral entre el polvo rojo y la lejanía.

Instruido de cargos por diversionista ideológico y contrarrevolucionario, me expulsaron del trabajo como profesor y me enviaron a trabajar en un almacén. Mi familia se enteró de los hechos muchos años después. Aprovechando la instauración de la nueva división política­administrativa en 1976, logré conseguir el traslado para mi provincia natal.

Detrás, llegaría el expediente laboral junto a todas las acusaciones en mi contra, y las autoridades municipales ponen al corriente a la Seguridad del Estado, porque un potencial delictivo navegaba entre sus plantillas. cnet/46



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