POLITICA
Conversaciones conmigo mismo (I)
SANTA CLARA, enero (www.cubanet.org)
- Hoy me he detenido a mirarme detenidamente frente
al espejo; se ha terminado el año, el tercero
de este milenio, y ya sobre mi calendario pesa
casi medio siglo de vida. Observo una y otra vez
que la lisa piel de mi rostro ha dado paso a las
huellas de tiempo; la negra cabellera que una
vez llegó a caer sobre mis hombros ahora
es escasa y se está puliendo de blanco.
No es para menos; las hojas de almanaque caen
una tras otra, cada vez más rápido,
sin pedirle permiso a nadie. Pero si Ud. nació
en un país como el mío, inmerso
en la vorágine de una revolución
que ha desarrollado una arquitectura social inédita,
las huellas, más que eso, se han convertido
en cicatrices.
Aquella niñez, bajo un sol tropical responsable
de la evaporación del rocío mañanero
para dar paso al trinar del sinsonte, al canto
de los tomeguines o de los pitirres, convertía
a la campiña cubana en una sinfonía
infinita. Pero eso es sólo parte del pasado,
el mismo que recuerdo con añoranza, así
como las escabullidas al río cercano.
De la revolución me enteré cuando
ruidosos pájaros de hierro sobrevolaban
mi paraíso, en busca de un barbudo desaparecido.
Mi papá también montó su
caballo y salió en su búsqueda.
Lloramos todos, no era para menos. Después
asistiría a la escuela rural, donde enseñaban
maestros que venían de la ciudad desafiando
la distancia. Ya a los 11 años estaba becado,
alejado de mi familia y entorno, aunque valía
la pena salir del campo, porque de lo contrario,
me hubiera visto condenado toda la vida a trabajar
sobre el surco. Ellos -mi familia querían
que fuese médico o ingeniero.
Durante este corto período de vida se
producían acontecimientos que marcaron
para siempre la isla caribeña. La llegada
de la revolución al poder trajo arrestos
masivos y paredones, resurgió el presidio
político cubano, se generalizaron las incautaciones,
los americanos se convierten en nuestros acérrimos
enemigos, surge el trabajo voluntario como formador
del hombre nuevo, la escasez prolifera, surge
la libreta de productos alimenticios, y la Crisis
de Octubre puso al mundo al borde de la tercera
guerra mundial, antecedida de la llegada de hombres
rubios, algunos de ellos apostados cerca de mi
terruño, con enorme arsenal de equipos
y blindajes que sólo vimos entrar y salir.
Más adelante vendría la cacería
de los llamados bandidos, algunos ex miembros
de ejército rebelde, se expulsó
a los curas del país, se eliminaron los
Reyes Magos y la celebración de la Navidad
y nos enteramos de la muerte de Che en tierras
latinoamericanas.
Aprendí lo que era la etapa de la escuela
al campo y en 1968, fui desterrado junto a cientos
de otros adolescentes como yo a más de
100 kilómetros de mi pueblo para inaugurar
la primera escuela al campo.
Lo más notable de aquel lugar eran la
desvergonzada promiscuidad, los robos, la pobre
alimentación, la disciplina semimilitar,
así como la combinación del estudio
y el trabajo. Allí bailé por primera
vez y tuve mi segunda novia, y di los primeros
berrinches cuando me obligaban a soportar los
interminables discursos del máximo líder
por la TV.
Ante la escasez de ropa y calzado aparecieron
las confecciones de poliéster y los zapatos
plásticos, adquiridos a través de
las tarjetas de productos industriales por donde
regulaban su compra, al igual que los juguetes
de los niños. Había perdido los
años más hermosos de mi vida al
igual que millones de cubanos que como yo manteníamos
la añoranza de seguir jugando en el patio
de la casa, con el tren construido con las latas
de sardinas vacías repleto de caña.
Pronto se produciría un cambio trascendental
en mi vida.
En 1971 todos los varones de la carrera fuimos
enviados al corte de caña de un central
vecino, y más tarde fui tildado, como otros
compañeros de carrera, de diversionista
ideológico, En el segundo año, al
término del Congreso de Educación
y Cultura, los análisis y propuestas no
faltaron, porque pertenecía a una generación
rebelde que no aceptaba la imposición de
los cánones preestablecidos. Fue entonces
cuando escuché por primera vez que la universidad
era para los revolucionarios. Para poder participar
en la graduación me obligaron a cortarme
al pelo, como también fui obligado a cumplir
el servicio social de postgraduado en una provincia
lejana, como el mejor de los regalos por las pobres
evaluaciones políticas de la organización
de base de la FEU.
Casi estábamos a mediados de la década
de 70, y no suponía que me esperaban los
años más duros de mi vida. Con el
título en el maletín de viajero,
un radio portátil recién regalado
por mi abuela para que aprendiera el idioma ruso,
y el estigma de problemático comencé
la vida laboral entre el polvo rojo y la lejanía.
Instruido de cargos por diversionista ideológico
y contrarrevolucionario, me expulsaron del trabajo
como profesor y me enviaron a trabajar en un almacén.
Mi familia se enteró de los hechos muchos
años después. Aprovechando la instauración
de la nueva división políticaadministrativa
en 1976, logré conseguir el traslado para
mi provincia natal.
Detrás, llegaría el expediente
laboral junto a todas las acusaciones en mi contra,
y las autoridades municipales ponen al corriente
a la Seguridad del Estado, porque un potencial
delictivo navegaba entre sus plantillas. cnet/46
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