Y ahora, Cuba
Editorial / ABC.
España, 3 de agosto de 2004.
La primera consecuencia de los nuevos talantes
de la política exterior del Gobierno socialista
está siendo, aunque parece no merecer especial
atención, la exclusión de cualquier
acuerdo de Estado sobre esta materia con el PP.
El apoyo del anterior Ejecutivo a la intervención
militar en Irak fue tomado por el PSOE como la
ruptura unilateral del consenso político
en las líneas fundamentales de las relaciones
internacionales de España. Ni reanudación
del diálogo, ni oferta de consenso, ni
debates parlamentarios. Rodríguez Zapatero
está imponiendo giros radicales en la política
exterior sin dar opción a ningún
entendimiento y sin que tampoco se aviste un beneficio
sustancial para la posición española.
Tras abrazar, con matices y contradicciones, la
causa marroquí en el conflicto del Sahara
-a pesar de que Naciones Unidas ha declarado que
la legalidad internacional ampara el derecho a
la autodeterminación del pueblo saharaui-,
España hace fuerte a Marruecos y, por extensión,
los ejes de Rabat con Washington y con París,
sin que al mismo tiempo se haya rendido cuentas
de cuál ha sido la contraprestación
del Reino alauí a los intereses genuinamente
españoles.
El último turno ha sido para Cuba, aunque,
sin duda, es más acertado decir que para
el régimen castrista, al que Rodríguez
Zapatero quiere obsequiar proponiendo a la Unión
Europea una suavización de las sanciones
impuestas a La Habana tras el incremento imparable
de la represión de los disidentes. La teoría
que maneja el Gobierno socialista es material
usado en el imaginario de la izquierda , porque
se refiere a la ineficacia de las sanciones diplomáticas,
incluso al efecto contraproducente de éstas
sobre un hipotético proceso democratizador.
Éste es el planteamiento de una izquierda
que sigue viendo en Castro una especie protegible
del viejo socialismo, fracasado no por sus defectos
sino por el socorrido acoso americano. Con tales
criterios de política exterior, España
vuelve a posiciones estériles de amabilidad
con el decano de los dictadores mundiales, introduciendo
en un sólido consenso europeo -pues las
sanciones fueron impuestas por unanimidad de los
entonces Quince Estados miembros- un debate que
sólo beneficia a Castro. Nada hace pensar
que la impunidad de la represión -que es
a lo que conduce la nueva estrategia diplomática
española sobre Cuba- haga cambiar de actitud
a Castro, sino todo lo contrario, además
de ofrecerle la ocasión para seguir disfrutando
de la connivencia intelectual de la izquierda
europea. En definitiva, su dictadura es más
fuerte que la capacidad de presión de la
comunidad democrática.
La ejecución sumaria de tres secuestradores
que, en 2003, querían huir de la isla,
el encarcelamiento sin garantía alguna
de más setenta intelectuales, escritores
y poetas y la suma de ofensas a España
-como el cierre de su Centro Cultural- hacen que
cualquier cambio unilateral a la baja de la política
sobre Cuba sea una irresponsabilidad diplomática
que, por ejemplo, nada bueno traerá en
las relaciones con Washington, y una pésima
opción para la proyección exterior
española. El lenguaje melifluo y ambivalente
con que la diplomacia española se refiere
a los grandes problemas exteriores de nuestro
país -eje franco-alemán, vínculo
trasatlántico, Marruecos y ahora Cuba-
es inservible como explicación convincente
de nuestras prioridades diplomáticas. No
se puede apoyar una cosa y su contraria, pretender
protagonismo en Europa y consentir la absorción
por la convergencia franco-alemana; defender la
extensión de la democracia y premiar a
la dictadura cubana aliviando la presión
-tampoco muy intensa- de las sanciones europeas;
alardear de amistad con Estados Unidos y propalar
un sentimiento radicalmente antiamericano; sellar
alianzas, aún por explicar, con Marruecos
y eludir los puntos históricos de conflicto
con el Reino alauí.
Cuba no es más que otro síntoma
del prejuicio ideológico que se ha impuesto
en una acción de Gobierno que está
llevando su afán de revertir la gestión
de Aznar hasta el extremo de perjudicar los intereses
nacionales y la solidez -cada vez menor- de la
posición internacional de España.
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Madrid, 2004.
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