Todos
matamos a Allende
Roberto Ampuero. El
Nuevo Herald, 11 de septiembre de 2003.
''Brindo por su excelencia, el presidente de
la república, y por la lealtad de las fuerzas
armadas a su gobierno'', palabras escuchadas a
Augusto Pinochet ante Salvador Allende, en el
Club Militar, agosto de 1973. La versión
maniquea sobre la historia reciente de Chile funciona
a las mil maravillas cuando se describen escenas
como éstas o se revelan las operaciones
encubiertas de Washington contra el gobierno de
la Unidad Popular, la sedición de la derecha
y posteriormente el papel represivo --brutal e
incluso a ratos terrorista-- del régimen
militar.
Sin embargo, esta visión, que condena
con legitimidad la intervención estadounidense,
la conspiración y la violación de
derechos humanos, se nutre de una interpretación
sesgada de lo ocurrido, que impide la renovación
de la izquierda y oculta algo clave: la responsabilidad
de la propia izquierda en el trágico fin
de la UP y de Allende, un líder socialista,
demócrata y masón, lo que a menudo
se soslaya.
Allende no era Cristo. Por lo tanto, su sangre
derramada no redime a la izquierda. Por el contrario,
treinta años después de lo ocurrido,
esa sangre --y la de las víctimas de la
represión-- exige una autocrítica
radical de sus dirigentes, de aquellos que durante
la UP adoptaron posiciones ultraizquierdistas
y posteriormente, en numerosos casos, lideraron
el exilio y luego, ya en democracia, la política
nacional. El sacrificio de un mandatario consecuente
e idealista como Allende no libera de responsabilidad
a esa izquierda --compuesta esencialmente por
los partidos socialistas, MIR, MAPU e Izquierda
Cristiana-- que reventó a partir de 1970
el sistema ''burgués'' chileno a pesar
de que, con sus imperfecciones e inequidades,
era más democrático, libertario
y perfectible que el socialismo cubano, ruso o
búlgaro que afiebraba las cabezas de nuestros
líderes de entonces, o que la democracia
''protegida'' vigente en el Chile de hoy. La primera
responsabilidad de la izquierda es haber arrojado
por la borda nuestro sistema democrático
para intentar remplazarlo por uno que, ante cualquier
sujeto razonable, había fracasado en Europa,
Asia y la Cuba fidelista, al menos como modelo
para Chile.
Ya antes de asumir el gobierno en 1970, presa
de una interpretación ideologizada de la
realidad, la izquierda --con excepción
del partido comunista, que abogó por un
camino reformista-- había declarado caduco
el orden chileno y se planteaba, por la vía
armada y/o pacífica, la demolición
leninista del estado burgués y la creación
de uno ''proletario''. Lo asombroso es que ni
el hecho de contar con el poder ejecutivo ni con
una porción del legislativo le abrió
a esa izquierda los ojos para ver los espacios
de transformación social que ofrecía
el estado chileno de 1970. En lugar de avanzar
en términos graduales con reformas económicas
y sociales beneficiosas para los sectores populares
y medios, como se lo proponía el programa
de la UP, los partidos Socialista, MIR, MAPU e
IC jugaron a rebasar a Allende por la izquierda,
impulsando la expropiación masiva y arbitraria
de fábricas y tierras, exigiendo el establecimiento
de un sistema educativo único, una justicia
''popular'' y un ejército ''democrático'',
exhibiendo milicias que más tarde probarían
ser sólo simulacros destinados a intimidar
a la derecha, demandando el desconocimiento de
los compromisos financieros internacionales, enarbolando
las banderas de Cuba, Viet Nam y el Che Guevara.
Obviamente que eso contribuyó --así
como la conspiración opositora-- a deteriorar
la economía, atemorizar a los sectores
medios, provocar a la derecha y a los acreedores
chilenos. En resumen, a crear una atmósfera
irrespirable para el país y a privar al
gobierno del respaldo masivo que requería
para aprobar y consolidar democráticamente
los cambios. La dirigencia izquierdista, en una
suerte de conspiración contra Allende,
acusando de ''mencheviques'' y ''traidores al
pueblo'' a quienes se mantenían fieles
a los cambios graduales de la UP, desconocieron
la vigencia del sistema democrático, que
constituía el marco en el cual Allende
había concebido su revolución de
''empanadas y vino tinto'' y en el cual, en 1970,
parlamentarios de distintas tendencias lo habían
elegido mandatario pese a contar sólo con
el 36.6 por ciento de los sufragios. No hay que
olvidar que el 22 de agosto de 1973, en medio
de un situación de desabastecimiento extremo,
violencia política aguda y crisis económica
galopante, la cámara de diputados declaró
ilegal al gobierno de la UP.
En verdad, la inmortalidad de Allende comienza
con su suicidio en La Moneda, con un suicidio
que no sólo acusa a Pinochet, a la derecha
y a la intervención estadounidense, sino
también a sus aliados, que lo dejaron a
la deriva. Su sacrificio, huérfano de los
líderes de la UP, representa dramáticamente
la soledad y traición de que fue objeto
Allende por parte de una dirigencia que coqueteaba
con la vía armada, pero que a la hora de
los tiros se esfumó en gran medida y que
hoy, en su mayoría, es neoliberal y de
centroizquierda. En rigor, Pinochet le dio en
1973 el tiro de gracia al orden democrático
republicano chileno que sectores de la izquierda
ya habían arrojado irresponsablemente por
la borda en 1970.
La muerte de Allende está llena de símbolos.
Su suicidio con el fusil que le regaló
Fidel Castro también lo es. Pese a que
Castro se presenta siempre como su amigo, en el
fondo no compartía su fe en la vía
electoral para lograr los cambios. No podía
ser de otro modo: Allende ganó innumerables
elecciones a lo largo de su vida; Castro no ganó
nunca una en la Cuba prerrevolucionaria --ni siquiera
en la universidad--, pero las ha ganado todas
durante los 44 años de su régimen,
imponiéndose oficialmente siempre con más
del 99 por ciento de los votos.
Castro jugó un rol decisivo en el desgaste
de Allende: primero con la organización
y el financiamiento del movimiento MIR, que se
planteaba el socialismo mediante la vía
armada; después con el adiestramiento militar
de jóvenes de izquierda, y más tarde
con su visita oficial de 21 días a Chile,
cuando el gobierno de la UP, que enfrentaba la
tenaz oposición de la centroderecha, no
pudo deshacerse de huésped tan inoportuno
como injerencista. Durante tres semanas, y sin
importarle el daño que le ocasionaba al
gobierno, Castro --el mismo que bajó de
la Sierra Maestra llevando escapularios al pecho
y que tardó dos años en proclamar
el carácter socialista de su revolución--
se paseó por Chile alabando en concentraciones
las medidas radicales de su propio régimen,
denostando la democracia parlamentaria, enseñando
cómo se hace una revolución marxista,
poniendo los pelos de punta a la derecha, los
militares y Estados Unidos.
A su última presentación popular,
en el Estadio Nacional, Allende simplemente no
asistió, y Castro no pudo llenar el recinto.
El cubano jugó acá a ganador: públicamente
expresaba su apoyo al allendismo, pero al mismo
tiempo manejaba con el Departamento América
a muchachos adiestrados militarmente en Cuba,
rebasando a Allende por la izquierda. Castro tuvo
incluso la osadía de mantener en Chile
a dos altos oficiales de tropas especiales con
pasaporte diplomático, que coordinaban
acciones de ultraizquierda. Fueron los hermanos
De la Guardia, uno de ellos ejecutado y el otro
condenado a cadena perpetua en los noventa por
supuesto involucramiento en el narcotráfico.
Pero el cubano también intentó apoderarse
de la versión de su muerte: en la Plaza
de la Revolución, ante un millón
de cubanos, sostuvo el 28 de septiembre de 1973
que Allende había caído en La Moneda
envuelto en una bandera chilena, disparando con
el fusil que él le había regalado.
De esa forma eludía su responsabilidad
injerencista y convertía de paso a Allende
en un ser que al final de su existencia renegaba
de su filosofía pacífica y, abrazando
su fusil, reconocía que la clave emancipadora
para la región estaba en la vía
armada. En verdad Castro no pudo mirar a los ojos
el sacrificio de Allende por la sencilla razón
de que la única vez que estuvo rodeado
por el enemigo, después del asalto al Cuartel
Moncada, el 26 de julio de 1953, se rindió
y entregó sin rasguño alguno al
ejército batistiano. Pero Allende, desde
su muerte, no se equivocó: la vía
para construir una América Latina equitativa,
digna y democrática pasa hoy más
que nunca por su estrategia de sumar mayorías
para aprobar y consolidar los profundos cambios
que la región necesita.
Condenemos los crímenes de la dictadura
y la impunidad que se quiere perpetuar a punta
de compromisos, exijamos justicia plena y verdad,
pero no idealicemos a la UP. Una cosa son los
crímenes de la dictadura, la oposición
cerrada de la derecha y la política norteamericana
de 1973, pero cosa distinta es la responsabilidad
de la propia izquierda en el fracaso de la UP.
La
idealización ritual, el llanterío
ininterrumpido de la izquierda en el exilio y
el país, y la rasgadura de vestiduras de
quienes hoy se proclaman admiradores de Allende
aunque ayer lo hostigaron y abandonaron, sólo
han servido para que la izquierda eluda responsabilidades,
quede sin programa innovador y sin capacidad para
explicar por qué, 30 años después
del establecimiento del régimen más
siniestro de nuestra historia, un líder
de centroderecha, que en su juventud se identificó
con el gobierno militar, sea hoy el político
más popular de Chile y probablemente el
próximo mandatario.
Al final de todo queda lo siguiente: un presidente
que se inmoló en La Moneda y se negó
a seguir a los presidentes depuestos de América
Latina en su fuga a paraísos fiscales para
disfrutar de la fortuna robada al estado; miles
de compatriotas torturados, asesinados o desaparecidos;
un exilio masivo; una dirigencia izquierdista
que, como ave fénix, se reinstala en el
poder, unos como políticos renovados, otros
como funcionarios gubernamentales o asesores internacionales,
algunos como fervorosos lobbystas de los mismos
intereses que hace treinta años intentaron
expropiar sin éxito; y una historia trágica
y contradictoria que ha servido también
para que muchos podamos vivir de sus lecciones,
reflexión y relato. Pero también
queda un país que busca realizar sus sueños
a través de una paciente y a veces exasperantemente
lenta profundización de la democracia.
Sí, a Allende lo matamos todos, pero por
fortuna perdura su ejemplo de honestidad, consecuencia
e idealismo social. Sin Salvador Allende, Chile
sería hoy menos digno.
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