El
agüita del comandante
Por J.J. ARMAS MARCELO. Escritor.
ABC, España.
Septiembre 8, 2003.
UNA de sus primeras ocurrencias de niño
mimoso, a poco de instalar su dictadura absoluta
en Cuba, fue desecar la laguna de Zapata. No lo
consiguió, pero logró el tenebroso
milagro de arruinar el ecosistema en tres zonas
de la isla, de modo que tierras cultivables de
cuatro cosechas quedaron inútiles durante
lustros. Cuando "inventó" la
zafra de los diez millones de toneladas, técnicos
de conciencia clara se atrevieron a advertirle
al Superman barbudo de la imposibilidad material
de conseguir esa meta. Las tierras no aguantarían
el exceso, la caña necesitaba un trato
distinto al de una leva obligatoria de inexpertos
camino de la gloria, a golpe de eufórico
machetazo. No sólo paralizó para
esa utopía otras parcelas productivas de
toda la isla, sino que presentó el fracaso
al que había obligado a la economía
cubana como un logro de la Revolución.
Más tarde, y como se comportan los "adanistas"
más enfermizos, ordenó plantar pimientos
en todos los alrededores de La Habana, no aptas
para ese cultivo, además de utilizar para
el mismo proyecto extensas zonas de Güines
que, al no estar tampoco preparadas, cayeron en
el error económico y moral. Pero, ¿alguien
se atrevía a decirle ahora al Comandante
que todos esos fracasos eran producto de su caprichoso
autoritarismo totalitario? Ni siquiera su hermano
Ramón Castro, encargado por el Supremo
cubano de realizar un milagro imposible: convertir
Cuba en un erial estéril para la agricultura.
En los tiempos de los grandes logros, cuando
la guerra fría provocó que la Unión
Soviética mantuviera ocultos con préstamos
millonarios nunca devueltos los caprichosos fracasos
del Comandante, se trajo de Francia a un famoso
químico, André Voisin, experto en
"fabricar" quesos de la mayor calidad,
a quien sedujo, echando mano de su sobrenatural
elocuencia y carisma, con la inaudita idea de
que, entre los dos, conseguirían lo nunca
visto: que Cuba lograra una industria quesera
superior en calidad y producción a la de
la mismísima Francia. Y Voisin se lo creyó.
Y trató de imponer la racionalidad de su
conocimiento frente al disparate del capricho
castrista. Al principio trabajó con el
afán del visionario, jaleado por los uniformados
juglares de los logros revolucionarios del Comandante.
Pero, cuando se percató de la sublime trampa
en la que había caído, le pidió
al Líder Máximo que lo dejara marchar
a París. El Empecinado Oriental lo retuvo
con su hipnosis en el chalet de Protocolo que
había concedido al francés en Cubanacán,
al oeste de La Habana, que le sirvió de
cárcel amable, primero, y de amargo lecho
de muerte, después.
Uno de los más conocidos y universales
milagros del Presidente de Todo fue el nacimiento
de Ubre Blanca, prototipo de una vaca lechera,
más lechera y revolucionaria que ninguna
antes hubiera existido en el mundo. Ni las vacas
suizas, ni las holandesas, ni las búfalas
napolitanas iban a dar más leche y más
queso rico que las Ubre Blancas cubanas "ideadas"
por el esmerado talento del Doctor Castro. Y,
es cierto, hubo una Ubre Blanca cuyos comienzos,
como los trabajos de la zafra y André Voisin,
como los mismos comienzos de la Revolución
Cubana, parecían espectaculares. Su papel
revolucionario, Gramma, y su agencia de noticias,
Prensa Latina, dieron la noticia al Imperio, al
mundo libre, al comunista, al Tercer Mundo, a
los No Alineados, a los Muertos de Hambre y, sobre
todo, a esa parte del exilio irredento y reaccionario
que negaba la evidencia de los logros de la revolución
castrista, no ya sólo los milagros de la
enseñanza y la medicina, sino la nueva
razas de vacas superlecheras cubanas. Pero Ubre
Blanca, como Voison, terminó exhausta de
tal explotación revolucionaria y extenuada
ante el excesivo ordeñamiento a la que
fue sometida durante el poco tiempo que le duró
su estrellato. Se lloró su muerte en las
mismas sentinas del Palacio de la Revolución,
y el Amo de la Finca erigió en recuerdo
de Ubre Blanca -va en serio- la escultura del
animal lechero, de tamaño natural y en
la Isla de la Juventud.
A sus ilustres y torpones visitantes e invitados
yanquis, congresistas alelados, millonarios fascinados
por su uniforme de dictador invencible, artistas
y actores de Hollywood y Nueva York que caen rendidos
ante el Hombre más importante de la Historia
de Cuba, los fascina uno tras otro descargándoles
hasta el amanecer cifras y datos casi secretos,
y desconocidos por la mayoría, sobre su
propio país, los Estados Unidos de América,
el más detestable de sus enemigos y el
más objetivo de sus aliados. Y hace traducir
en tres días, por quince o veinte profesores
a quince o veinte páginas por día,
el último libro importante para los gringos,
que salió ayer mismo a las librerías
de Nueva York y San Francisco. Para luego preguntarles
si ya han leído tal o cual libro. ¿No?
Él sí. Y se explaya contándoles
de memoria a sus asombrados petimetres sus conocimientos
de la literatura y el mundo de última hora.
El único logro militar del ejército
de vanguardia que envió a la guerra de
Angola, la batalla de Cuito Canavale con la obligada
independencia de Namibia, lo consiguió
el general al mando de las tropas cubano soviéticas
en esa guerra, Arnaldo Ochoa (con su grito de
batalla a la cabeza: "¡Vamos andando!"),
precisamente por no seguir las órdenes
que el Enorme Estratega le dictaba desde el Palacio
de la Revolución. Tal gesta le costó
la vida años después en La Habana,
acusado de una supuesta traición a la patria.
Y si se habla en su presencia de la rara ruina
total de la agricultura en Cuba, el Hombre Fuerte
echa la culpa a una inexistente sequía.
Y nadie le recuerda el pequeño detalle
y la indecencia moral y política de no
haber construido la más mínima y
moderna conducción de aguas en toda la
isla durante decenios. "La culpa es del bloqueo",
dirán sus corifeos si algún despistado
se pasa en sus atribuciones de invitado curioso
e impertinente.
Es posible que todas estas ocurrencias, similares
o parecidas, aparecieran ya en "Yo, el Supremo",
de Roa Bastos, o en "El otoño del
patriarca", de García Márquez,
dos escritores de primera línea universal
seducidos por la voz de convincente sirena, la
voz del caprichoso y abusivo Fidel Castro. El
último episodio de estirpe castristoide,
elevado a categoría de leyenda real, tuvo
lugar en la Embajada japonesa en La Habana. Y
llegó el Comandante, tarde como siempre,
y todo el mundo se paró. Los invitados
comieron mariscos y pescado crudo. Y bebieron
cerveza y sake japonés. Cuando llegaron
los lavadedos (lo siento mucho, pero me gusta
más el término inglés, fingerbol),
el Presidente acercó hasta sus labios el
recipiente y se bebió de un golpe su contenido.
En el gran salón se hizo el silencio absoluto.
Y el Hombre Fuerte, calmada su sed de gigante
y al notar que algo raro pasaba a su excelso alrededor,
miró en barrido a todos los invitados y,
con la obsesiva capacidad de mandar sobre los
demás de la que siempre ha hecho gala,
levantó los ojos y preguntó, extrañado:
"¡Ahhh!, ¿no les gusta el agüita?".
Y cada uno de los invitados y el anfitrión
japonés, obedeciendo al unísono
la orden del Gran Mandatario en un ritual de imbéciles
sedientos, se llevaron a sus labios el lavadedos
y se bebieron el agua.
Es difícil creer en tanto capricho, tanto
fracaso, tanta arbitrariedad en un solo hombre.
Pero son multitudes los que todavía lo
hacen en la superstición castrista. Y numerosos
los intelectuales y escritores que cultivan el
vicio de la mentira evidente al defender los fracasos
de un dictador mimoso, inmoral, jesuítico
y atrabiliario. Y, además, nos los venden
todavía como logros sociales y políticos
de una Revolución y un Héroe inexistentes.
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