PRENSA INTERNACIONAL
Diciembre 23, 2003

Un nieto pregunta

Agustín Tamargo. El Nuevo Herald, 21 de diciembre de 2003.

Un nieto mío me pide que le hable de Cuba.

¿Cómo era aquella isla, abuelo?, me pregunta. ¿Qué tal era la gente? ¿Cómo vivían? ¿Cómo se divertían? ¿Cómo se gobernaban?

En primer lugar, le contesto, no me la llames isla. Isla es cualquier pedazo de tierra rodeado de agua, las hay por todas partes. Aquello era una nación, un pueblo, un tumultuoso conglomerado humano de todos los colores (negros, blancos y mulatos) donde unos vivían arriba y otros abajo. Pero todos éramos felices porque no alimentábamos ese viejo veneno social que se llama la envidia.

¿Y qué pasó que ustedes ahora están aquí?, me pregunta el muchacho. ¿Faltaba algo? ¿Sobraba algo?

De lo que faltaba y sobraba no te voy a hablar, le digo. ¿Y sabes por qué? Porque estamos en los días de Navidad y Año Nuevo y éstas son fechas propicias para la melancolía y el llanto, sobre todo entre los cubanos, y hoy no quiero llorar. Fue en fechas como ésta que se produjo en Cuba la trágica mutación que partió en dos su historia. De ese desgarramiento eres hijo tú, cubanito de nombre, de costumbres y de sangre; cubanito que sales de unas raíces que no conoces y de un suelo y unas gentes que nunca has visto, pero con los que algún día te encontrarás, como se encuentra con la estrella polar el marino perdido. Pero déjame ahora, que tengo sueño.

No tenía sueño, pero me fui a mi habitación, me metí en la cama y comencé a torturarme, haciéndome en silencio las mil preguntas que nunca he sabido responderme satisfactoriamente. ¿Por qué caímos los cubanos en esta sima oscura en que estamos desde el día que proclamamos nuestro guía a Fidel Castro? ¿Por qué transformamos una república (maltrecha, pero república) en una criminal tiranía? ¿Qué ingrediente moral faltó en nuestro carácter? ¿La profundidad? ¿La seriedad? ¿El sentido del equilibrio? No lo sé. Pensé en los albores de la nación que pugnaba por nacer, en el siglo XIX. Los hombres que dimos entonces no han sido superados nunca, ni en Cuba ni fuera de Cuba: Varela, Saco, De la Luz, Agramonte, Calixto García, Céspedes. Pensé en la epopeya del 68 que no ha sido igualada en ninguna otra parte: un desarrapado aluvión de guerrilleros que pone en jaque por diez años a un ejército europeo de primera línea. Pensé en la guerra del 95 que repitió aquella hazaña heroica, pero ya con mayores fundamentos políticos: Martí, Maceo, el Manifiesto de Montecristi. España se tiene que ir. España se va, espantada finalmente por la flota americana que desembarca cinco minutos antes de la victoria mambisa. ¡Y al fin llega la república!

Pero en esa república ya empezamos a ser gravemente indiferentes. Incluso hombres que venían del 68 y del 95 no fueron ya los mismos. La presencia americana empezó a mediatizarlo todo. Mas el cubano bueno resistió y se negó a rendirse. Por sobre las amenazas, por sobre los sobornos, por sobre la corrupción, sacó su cabeza y plantó una bandera: fue la bandera del 12 de agosto, la bandera que echó abajo la tutela americana, la bandera que marcó la entrada al ruedo de las nuevas generaciones, hijas de la frustración, pero también de la esperanza. La bandera del civismo militante.

Avanzaba la noche y el sueño no venía. Vivo en Miami, me dije. Ya no soy joven, la gente de allá ni me conoce y a mucha gente de aquí ni la conozco yo tampoco. ¿Qué sentido tiene seguirme atormentando con estas trampas de la historia, que no entiendo del todo? Allá hay un pueblo y aquí hay otro. Allá hay unas experiencias y aquí hay otras. Allá hay un tiempo ético y moral y aquí hay otro. No somos iguales.

Pero al llegar a este punto, me di cuenta de que me estaba dejando arrastrar por tópicos y nociones pesimistas superficiales. Ni medio siglo es la vida entera de un pueblo, me dije, ni la traición que una generación produzca tiene que ser heredada por las generaciones siguientes. El fidelismo (que impúdica y cínicamente algunos siguen llamando revolución) es una montonera latinoamericana más, un caudillaje salvaje con retórica revolucionaria, que se hizo peor al convertirse en el eslabón de una cadena totalitaria internacional. Bajo esa sombra letal ha vivido el pueblo de Cuba más de medio siglo. Por ella ha trabajado, por ella ha pasado hambre, por ella ha desfilado por las calles como zombies, por ella ha levantado aun dentro de los hogares la bandera del odio, por ella ha deformado la historia, poniendo arriba lo de abajo y cambiando lo blanco en negro, por ella ha llenado los cementerios de cadáveres y las tierras extrañas de exilados. Pero ese pueblo está vivo, a pesar de todo. Ese pueblo no habla, pero sabe. Ese pueblo aplaude en público, pero escupe en privado. Ese pueblo calla, pero escribe protestas, hace reuniones secretas y lanza programas de salvación. Ese pueblo está en la cárcel. Ese pueblo no está muerto. La paz del Zanjón fue así. La república plattista fue así. La tiranía fascista-comunista es así. Corteza no es sustancia.

Como todos los nietos de cubanos, el mío habla y lee español, aunque haya nacido en el seno de esta matrona generosa que son los Estados Unidos. Si un día lee estos garabatos entenderá quizás por qué su abuelo está triste muchas veces. Pero advertirá a la vez que, pese a todas las confusiones y turbulencias, ni su abuelo, ni millones de cubanos como él, han dejado de creer nunca en las virtudes cívicas y en el tuétano moral del pueblo de Cuba.

Un huracán furioso puede echar abajo una casa mal construida, muchacho. Pero si la casa tenía horcones fuertes sobre ellos vuelven a levantarla los supervivientes del desastre. Y la casa de Cuba los tenía.


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