Un
nieto pregunta
Agustín Tamargo. El
Nuevo Herald, 21 de diciembre de 2003.
Un nieto mío me pide que le hable de Cuba.
¿Cómo era aquella isla, abuelo?,
me pregunta. ¿Qué tal era la gente?
¿Cómo vivían? ¿Cómo
se divertían? ¿Cómo se gobernaban?
En primer lugar, le contesto, no me la llames
isla. Isla es cualquier pedazo de tierra rodeado
de agua, las hay por todas partes. Aquello era
una nación, un pueblo, un tumultuoso conglomerado
humano de todos los colores (negros, blancos y
mulatos) donde unos vivían arriba y otros
abajo. Pero todos éramos felices porque
no alimentábamos ese viejo veneno social
que se llama la envidia.
¿Y qué pasó que ustedes
ahora están aquí?, me pregunta el
muchacho. ¿Faltaba algo? ¿Sobraba
algo?
De lo que faltaba y sobraba no te voy a hablar,
le digo. ¿Y sabes por qué? Porque
estamos en los días de Navidad y Año
Nuevo y éstas son fechas propicias para
la melancolía y el llanto, sobre todo entre
los cubanos, y hoy no quiero llorar. Fue en fechas
como ésta que se produjo en Cuba la trágica
mutación que partió en dos su historia.
De ese desgarramiento eres hijo tú, cubanito
de nombre, de costumbres y de sangre; cubanito
que sales de unas raíces que no conoces
y de un suelo y unas gentes que nunca has visto,
pero con los que algún día te encontrarás,
como se encuentra con la estrella polar el marino
perdido. Pero déjame ahora, que tengo sueño.
No tenía sueño, pero me fui a mi
habitación, me metí en la cama y
comencé a torturarme, haciéndome
en silencio las mil preguntas que nunca he sabido
responderme satisfactoriamente. ¿Por qué
caímos los cubanos en esta sima oscura
en que estamos desde el día que proclamamos
nuestro guía a Fidel Castro? ¿Por
qué transformamos una república
(maltrecha, pero república) en una criminal
tiranía? ¿Qué ingrediente
moral faltó en nuestro carácter?
¿La profundidad? ¿La seriedad? ¿El
sentido del equilibrio? No lo sé. Pensé
en los albores de la nación que pugnaba
por nacer, en el siglo XIX. Los hombres que dimos
entonces no han sido superados nunca, ni en Cuba
ni fuera de Cuba: Varela, Saco, De la Luz, Agramonte,
Calixto García, Céspedes. Pensé
en la epopeya del 68 que no ha sido igualada en
ninguna otra parte: un desarrapado aluvión
de guerrilleros que pone en jaque por diez años
a un ejército europeo de primera línea.
Pensé en la guerra del 95 que repitió
aquella hazaña heroica, pero ya con mayores
fundamentos políticos: Martí, Maceo,
el Manifiesto de Montecristi. España se
tiene que ir. España se va, espantada finalmente
por la flota americana que desembarca cinco minutos
antes de la victoria mambisa. ¡Y al fin
llega la república!
Pero en esa república ya empezamos a ser
gravemente indiferentes. Incluso hombres que venían
del 68 y del 95 no fueron ya los mismos. La presencia
americana empezó a mediatizarlo todo. Mas
el cubano bueno resistió y se negó
a rendirse. Por sobre las amenazas, por sobre
los sobornos, por sobre la corrupción,
sacó su cabeza y plantó una bandera:
fue la bandera del 12 de agosto, la bandera que
echó abajo la tutela americana, la bandera
que marcó la entrada al ruedo de las nuevas
generaciones, hijas de la frustración,
pero también de la esperanza. La bandera
del civismo militante.
Avanzaba la noche y el sueño no venía.
Vivo en Miami, me dije. Ya no soy joven, la gente
de allá ni me conoce y a mucha gente de
aquí ni la conozco yo tampoco. ¿Qué
sentido tiene seguirme atormentando con estas
trampas de la historia, que no entiendo del todo?
Allá hay un pueblo y aquí hay otro.
Allá hay unas experiencias y aquí
hay otras. Allá hay un tiempo ético
y moral y aquí hay otro. No somos iguales.
Pero al llegar a este punto, me di cuenta de
que me estaba dejando arrastrar por tópicos
y nociones pesimistas superficiales. Ni medio
siglo es la vida entera de un pueblo, me dije,
ni la traición que una generación
produzca tiene que ser heredada por las generaciones
siguientes. El fidelismo (que impúdica
y cínicamente algunos siguen llamando revolución)
es una montonera latinoamericana más, un
caudillaje salvaje con retórica revolucionaria,
que se hizo peor al convertirse en el eslabón
de una cadena totalitaria internacional. Bajo
esa sombra letal ha vivido el pueblo de Cuba más
de medio siglo. Por ella ha trabajado, por ella
ha pasado hambre, por ella ha desfilado por las
calles como zombies, por ella ha levantado aun
dentro de los hogares la bandera del odio, por
ella ha deformado la historia, poniendo arriba
lo de abajo y cambiando lo blanco en negro, por
ella ha llenado los cementerios de cadáveres
y las tierras extrañas de exilados. Pero
ese pueblo está vivo, a pesar de todo.
Ese pueblo no habla, pero sabe. Ese pueblo aplaude
en público, pero escupe en privado. Ese
pueblo calla, pero escribe protestas, hace reuniones
secretas y lanza programas de salvación.
Ese pueblo está en la cárcel. Ese
pueblo no está muerto. La paz del Zanjón
fue así. La república plattista
fue así. La tiranía fascista-comunista
es así. Corteza no es sustancia.
Como todos los nietos de cubanos, el mío
habla y lee español, aunque haya nacido
en el seno de esta matrona generosa que son los
Estados Unidos. Si un día lee estos garabatos
entenderá quizás por qué
su abuelo está triste muchas veces. Pero
advertirá a la vez que, pese a todas las
confusiones y turbulencias, ni su abuelo, ni millones
de cubanos como él, han dejado de creer
nunca en las virtudes cívicas y en el tuétano
moral del pueblo de Cuba.
Un huracán furioso puede echar abajo una
casa mal construida, muchacho. Pero si la casa
tenía horcones fuertes sobre ellos vuelven
a levantarla los supervivientes del desastre.
Y la casa de Cuba los tenía.
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