¿Transición
o cambalache?
Agustín Tamargo. El
Nuevo Herald, diciembre 14, 2003.
Sobre el panorama cubano ha aparecido en los
últimos días una palabra hasta ahora
no usada: transición. Transición
quiere decir, en cierto modo, mudanza de una cosa
hacia otra, cambio. Pero un cambio sin excesos
ni radicalismos, como el que ocurre cuando el
muchacho hijo nuestro se nos hace de pronto hombre
sin darnos apenas cuenta. En política,
sin embargo, la cosa no es tan sencilla. En política,
cuando rige la normalidad, las transiciones suelen
ser cosas comunes, naturales: un partido pierde
el poder y lo gana otro, unos hombres dirigen
una nación, o una provincia, y son sustituidos
en las elecciones por otros. Eso tiene un nombre
sencillo: democracia. Es lo que hay hoy ya casi
en el mundo entero. Pero hay partes del mundo
donde hace cerca de medio siglo que ese hermoso
sol de la libertad democrática no brilla,
y uno de esos lugares es la que fue una vez la
bella isla de Cuba. La democracia allí
no existe, de ningún tipo, ni alta ni baja,
ni completa ni incompleta, no existe y punto.
Lo que allí impera lo sabe hasta el gato:
una indecente tiranía, un régimen
marcado por el sufrimiento, por la muerte y por
el hambre, regido por un salvaje que en cuarenta
años ha adiestrado un ejército privado
de salvajes como él y con ellos rige a
la aterrada población. Ese régimen
tiene dos puntales principales: las fuerzas armadas
y la fuerza de la policía secreta, que
en Cuba llamamos chivatería. No me hablen
de marxismo, ni de leninismo, ni de comunismo,
eso es basura. Pero lo que hay en Cuba desde 1959
es una basura peor: es la delación como
sistema, es la forma vil de convertir a un ciudadano
en policía del otro.
Pues bien: es sobre ese sombrío panorama
que se está hablando de transición.
¿Quién va a transigir? ¿Ellos
o nosotros? ¿Sobre qué cosa vamos
a transigir, esto es, qué parte de la herencia
moral, de las leyes, y de la gente, vamos a aceptar
y qué parte vamos a rechazar? La transición
supone un cambio pacífico de agrado general:
nadie quiere más sangre, nadie quiere más
odio, nadie quiere más muertes. Pero yo
me pregunto: ¿y entonces todo va a quedar
más o menos como está? ¿El
criminal, el ladrón, el carcelero, el torturador,
van a transitar por las mismas calles por donde
circula el cubano bueno que habrá trabajado
para el sistema, porque no hay otro trabajo, pero
que no le ha hecho mal a nadie? ¿Es ésta
la transición que buscan? ¿Es éste
el borrón y cuenta nueva que algunos culpables
y algunos pillos, de allá y de acá,
andan buscando para salvar su pellejo o aumentar
sus bolsas?
Yo no soy partidario de radicalismos, más
que cuando son necesarios. De venganzas no lo
soy nunca, la venganza nace del odio y ese veneno
yo no lo he sentido nunca circular dentro de mí.
Yo no he dicho jamás, ¡líbreme
Dios! que todo el cubano que se quedó allá
es malo y que todo el que vino para acá
es bueno. Yo no he dicho tampoco que no hay en
la isla millares, millones de personas, que están
moralmente tan alzadas contra la tiranía
como lo estamos los de afuera y con ésos
hay que contar. Yo no divido nunca a mi patria:
ni por fechas, ni por hechos, ni por hombres.
Es más: yo he propugnado en público
(yo solo, porque no he visto que nadie más
lo haga) desde hace largo tiempo, que en un país
como Cuba, donde la única fuerza real es
el ejército, hay que conspirar con ese
ejército, con lo que tenga de bueno o de
limpio ese ejército, con una parte de él
contra la otra, dar un golpe duro, radical, un
día, dos días, tres días
y al final establecer un orden absoluto donde
nadie reclame cuentas ni nadie saque sus resentimientos
a la calle salvo ante un tribunal imparcial, apolítico,
de reconocida seriedad moral. Yo he pedido que
a ese ejército, o a esa parte salvable
de él, se le unan civiles de respeto, de
allá y de aquí, para gobernar de
manera interina por dos o tres años hasta
que la situación se calme y comencemos
la política democrática real, como
lo hicimos en la constituyente del 40 después
del 4 de septiembre. Ese es mi criterio no de
hoy, desde hace mucho tiempo. Esa es la idea que
me alentaba cuando vi surgir a un Ochoa, que tiene,
o tenía, allí una autoridad que
nadie aquí puede tener. ¿Se podría
llamar a esto una transición? No. Se le
tendría que llamar un cambio, un cambio
radical, de forma y de métodos, con el
castigo de los culpables, con la aceptación
de los arrepentidos, con el amor general de todos
por una Cuba que la hundimos entre todos y que
entre todos, sin exclusiones, tenemos que salvarla.
Pero eso no es la transición de la que
se está hablando hoy, según me parece.
Lo que creo adivinar son las mismas caras con
casi los mismos métodos, de otras épocas
turbias, como lo que ha estado sucediendo en Rusia.
No un gobierno que haga justicia, sino que haga
negocios, una Cuba no en la que brille al fin
el sol de la libertad, sino una Cuba que se convierta
en una factoría nacional y extranjera como
lo es China hoy. Si eso es lo que buscan los de
la titulada transición, que lo busquen,
allá ellos. Pero conmigo que no cuenten.
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