PRENSA INTERNACIONAL
Diciembre 15, 2003

¿Transición o cambalache?

Agustín Tamargo. El Nuevo Herald, diciembre 14, 2003.

Sobre el panorama cubano ha aparecido en los últimos días una palabra hasta ahora no usada: transición. Transición quiere decir, en cierto modo, mudanza de una cosa hacia otra, cambio. Pero un cambio sin excesos ni radicalismos, como el que ocurre cuando el muchacho hijo nuestro se nos hace de pronto hombre sin darnos apenas cuenta. En política, sin embargo, la cosa no es tan sencilla. En política, cuando rige la normalidad, las transiciones suelen ser cosas comunes, naturales: un partido pierde el poder y lo gana otro, unos hombres dirigen una nación, o una provincia, y son sustituidos en las elecciones por otros. Eso tiene un nombre sencillo: democracia. Es lo que hay hoy ya casi en el mundo entero. Pero hay partes del mundo donde hace cerca de medio siglo que ese hermoso sol de la libertad democrática no brilla, y uno de esos lugares es la que fue una vez la bella isla de Cuba. La democracia allí no existe, de ningún tipo, ni alta ni baja, ni completa ni incompleta, no existe y punto. Lo que allí impera lo sabe hasta el gato: una indecente tiranía, un régimen marcado por el sufrimiento, por la muerte y por el hambre, regido por un salvaje que en cuarenta años ha adiestrado un ejército privado de salvajes como él y con ellos rige a la aterrada población. Ese régimen tiene dos puntales principales: las fuerzas armadas y la fuerza de la policía secreta, que en Cuba llamamos chivatería. No me hablen de marxismo, ni de leninismo, ni de comunismo, eso es basura. Pero lo que hay en Cuba desde 1959 es una basura peor: es la delación como sistema, es la forma vil de convertir a un ciudadano en policía del otro.

Pues bien: es sobre ese sombrío panorama que se está hablando de transición. ¿Quién va a transigir? ¿Ellos o nosotros? ¿Sobre qué cosa vamos a transigir, esto es, qué parte de la herencia moral, de las leyes, y de la gente, vamos a aceptar y qué parte vamos a rechazar? La transición supone un cambio pacífico de agrado general: nadie quiere más sangre, nadie quiere más odio, nadie quiere más muertes. Pero yo me pregunto: ¿y entonces todo va a quedar más o menos como está? ¿El criminal, el ladrón, el carcelero, el torturador, van a transitar por las mismas calles por donde circula el cubano bueno que habrá trabajado para el sistema, porque no hay otro trabajo, pero que no le ha hecho mal a nadie? ¿Es ésta la transición que buscan? ¿Es éste el borrón y cuenta nueva que algunos culpables y algunos pillos, de allá y de acá, andan buscando para salvar su pellejo o aumentar sus bolsas?

Yo no soy partidario de radicalismos, más que cuando son necesarios. De venganzas no lo soy nunca, la venganza nace del odio y ese veneno yo no lo he sentido nunca circular dentro de mí. Yo no he dicho jamás, ¡líbreme Dios! que todo el cubano que se quedó allá es malo y que todo el que vino para acá es bueno. Yo no he dicho tampoco que no hay en la isla millares, millones de personas, que están moralmente tan alzadas contra la tiranía como lo estamos los de afuera y con ésos hay que contar. Yo no divido nunca a mi patria: ni por fechas, ni por hechos, ni por hombres.

Es más: yo he propugnado en público (yo solo, porque no he visto que nadie más lo haga) desde hace largo tiempo, que en un país como Cuba, donde la única fuerza real es el ejército, hay que conspirar con ese ejército, con lo que tenga de bueno o de limpio ese ejército, con una parte de él contra la otra, dar un golpe duro, radical, un día, dos días, tres días y al final establecer un orden absoluto donde nadie reclame cuentas ni nadie saque sus resentimientos a la calle salvo ante un tribunal imparcial, apolítico, de reconocida seriedad moral. Yo he pedido que a ese ejército, o a esa parte salvable de él, se le unan civiles de respeto, de allá y de aquí, para gobernar de manera interina por dos o tres años hasta que la situación se calme y comencemos la política democrática real, como lo hicimos en la constituyente del 40 después del 4 de septiembre. Ese es mi criterio no de hoy, desde hace mucho tiempo. Esa es la idea que me alentaba cuando vi surgir a un Ochoa, que tiene, o tenía, allí una autoridad que nadie aquí puede tener. ¿Se podría llamar a esto una transición? No. Se le tendría que llamar un cambio, un cambio radical, de forma y de métodos, con el castigo de los culpables, con la aceptación de los arrepentidos, con el amor general de todos por una Cuba que la hundimos entre todos y que entre todos, sin exclusiones, tenemos que salvarla.

Pero eso no es la transición de la que se está hablando hoy, según me parece. Lo que creo adivinar son las mismas caras con casi los mismos métodos, de otras épocas turbias, como lo que ha estado sucediendo en Rusia. No un gobierno que haga justicia, sino que haga negocios, una Cuba no en la que brille al fin el sol de la libertad, sino una Cuba que se convierta en una factoría nacional y extranjera como lo es China hoy. Si eso es lo que buscan los de la titulada transición, que lo busquen, allá ellos. Pero conmigo que no cuenten.


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