Pregoneros
de la mentira
María Marquez. El
Nuevo Herald, agosto 6, 2003.
A ratos considero que estoy tocando fondo en
el profundo canal de la confusión en el
caso de Cuba. No porque ignore la verdad de todo
lo sucedido en la isla acerca de la revolución
y sus personajes, no sólo a partir del
año en que se apoderaron del poder, fatídico
1959, sino muchísimos años antes
en que, desde la Escuela de Derecho él
y yo desde la de Ciencias Comerciales --me refiero
al cabecilla del gran desastre, Fidel Castro--
de la Universidad de La Habana, cruzamos los caminos
académicos. ¿Quién no conocía
allí, en aquellos años, al tramposo?
Baste analizar que Castro seleccionó a
su grupo seguidor activo, militante, entre cubanos
que nunca habían pisado, en su mayoría,
el recinto universitario. Que nunca imaginaron
siquiera su verdadera personalidad.
Lo que me confunde y a la vez me entristece,
es que gente a la que se supone verdaderamente
pensante --entiéndase analítica,
objetiva, desapasionada, enterada-- tergiverse
la verdad, la realidad histórica republicana,
para caer en manos de la propaganda del régimen
cubano.
La desaparición de Celia Cruz añade
una arista más al quehacer de la artista,
sin ella misma proponérselo: la de sacar
al aire a los pregoneros de la mentira. Estos
supuestos pensantes que se transforman en vehículos
y herramientas de quienes han causado tanto dolor
a la patria y a la artista.
Celia Cruz es el ejemplo vivo de la negación
para estos mentirosos. Nació y fue niña
en uno de los solares más pobres de La
Habana. Era negra, muy negra de piel y sus apellidos
no coincidían ni con el más humilde
de los integrantes de la clase media nacional.
Fue a la escuela y se hizo maestra, eso sí,
porque en la República los más pobres
podían hacer, incluso, carrera universitaria,
si sus notas eran sencillamente buenas. Fui una
de ésas en el Instituto de la Víbora
primero, en el de La Habana más tarde y
en la propia Universidad de la capital.
Es decir, Celia tenía todos los elementos
por los que Castro dio al mundo entero el primer
mensaje mentiroso. Según él, el
imperialismo, los yanquis eran los culpables de
que los negros fueran más negros, los pobres
más miserables, los que no poseían
apellidos fueran más discriminados y analfabetos.
Celia, símbolo de millones, desmintió
con su vida la trama del farsante.
Ella misma lo decía: nunca fui discriminada.
El resto lo escribe la historia. Celia entró,
como negra y como pobre, en los mejores lugares
de su Cuba. Los negros gozaban de numerosos clubes
populares donde los blancos no entraban, entre
ellos, recuerdo, Los Jóvenes del Vals.
Sancti Spíritus poseía su Lucio,
con la misma línea. Y en la capital, también,
bailaban en el cabaret Tropicana mis amigas mulatas
de la universidad habanera, que entraban porque
tenían dinero, mientras yo, con toda mi
blancura, pero sin un centavo, me conformaba con
el cine Nora del popular Parque Trillo, del barrio
de Cayo Hueso.
Buenos, regulares o malos los hechos no pueden
cambiarse. Y los pensantes que escuché
en las colas del velorio de nuestra querida Celia,
coreaban, como en la ópera, la estrofa
de la escala musical del déspota de la
isla: ¡Pobre Celia, tanto que pasó
en su patria! ¡Cómo fue discriminada,
sin que le dieran oportunidades! Si Celia estuviese
despierta, seguro que les hubiera gritado lo mismo
que a Castro: ¡Que les den candela! Y se
quedaría corta.
Supongo que éstos que intentan confundir
a los que no vivieron nuestra patria son los mismos
que todavía vociferan las desgracias de
los negros americanos, sin enterarse de la inmensa
cantidad de ellos que prestigian con su capacidad
y talento miles y miles de empresas en Estados
Unidos.
Sí, Celia Cruz está enviando, sin
saberlo, un SOS a los pensantes de que hablo,
y es su propia vida, su camino terrenal: no se
trata de negro, ni de humilde. Se trata de trabajar
duro y con energía dondequiera que estés
para labrarte un porvenir, sin mezquindades. Sin
complejos. Sin odios, ni calumnias, ni mediocridades.
Se trata de tener, como ella, un corazón
descomunal. Un alma pura. Mucho amor. Mucha energía.
Los cubanos en el exilio han colocado paqueticos
de azúcar en su estrella de la Calle Ocho.
Ojalá sirvan para endulzar las almas de
los que aún nos dividen. De los que todavía
nos odian. De los pregoneros de un sin fin de
mentiras que nos distorsionan. Ojalá, como
también desearía mi amigo argentino
Tomás Scolarici.
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